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Versos sueltos

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Versos sueltos
Página
556 / 638
#4441

Re: Versos sueltos

 

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A CURCIO

La horrible sima con espanto mira
en su gran plaza Roma, y el dudoso
portento, grave al pueblo victorïoso,
no enseñado a temer, suspenso admira.

En tanta confusión turbado aspira
a buscar el remedio, y presuroso
consulta si de Jove poderoso
se pudiese aplacar la justa ira.

Asegura el oráculo invocado
al pueblo de temor si a la gran cueva
lo más ilustre ofrece de su gloria.

Curcio, de acero y de valor armado,
se arroja dentro, y deja con tal prueba
libre su patria, eterna su memoria.

autógrafo
Juan de Arquijo

 

Si un amigo es de verdad, su amistad perdura en el tiempo y con la distancia.

#4442

Re: Versos sueltos

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AUTORRETRATO A LOS CINCUENTA Y CUATRO AÑOS

Soy Homero Aridjis,
nací en Contepec, Michoacán;
tengo cincuenta y cuatro años,
esposa y dos hijas.

En el comedor de mi casa
tuve mis primeros amores:
Dickens, Cervantes, Shakespeare
y el otro Homero.

Un domingo en la tarde,
Frankenstein salió del cine del pueblo
y a la orilla de un arroyo
le dio la mano a un niño, que era yo.

El Prometeo formado con retazos humanos
siguió su camino, pero desde entonces,
por ese encuentro con el monstruo,
el verbo y el horror son míos.

autógrafo

Homero Aridjis

 

 

No en el comedor de esta casa pero sí de otras, te entiendo...

 

 

 

¡¡Sed muy felices!!

 

 

 

 

 

 

 

Si un amigo es de verdad, su amistad perdura en el tiempo y con la distancia.

#4443

Re: Versos sueltos

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LA DIOSA DEL BOSQUE

¡Oh, si bajo estos árboles frondosos
Se mostrase la célica hermosura
Que vi algún día en inmortal dulzura
                    Este bosque bañar!

Del cielo tu benéfico descenso
Sin duda ha sido, lúcida belleza:
Deja, pues, diosa, que mi grato incienso
                    Arda sobre tu altar.

Que no es amor mi tímido alborozo,
Y me acobarda el rígido escarmiento,
Que ¡oh Piritoo! condenó tu intento
                    Y tu intento, Ixión.

Lejos de mí sacrílega osadía:
Bástame que con plácido semblante
Aceptes, diosa, a mis anhelos pía,
                    Mi ardiente adoración.

Mi adoración y el cántico de gloria
Que de mí el Pindo atónito ya espera:
Baja tú a oírme de la sacra esfera
                    ¡Oh radiante deidad!

Y tu mirar más nítido y süave,
He de cantar, que fúlgido lucero;
Y el limpio encanto que infundirnos sabe
                    Tu dulce majestad.

De pureza jactándose natura,
Te ha formado del cándido rocío
Que sobre el nardo al apuntar de estío
                    La aurora derramó;

Y excelsamente lánguida retrata
El rosicler pacífico de Mayo
Tu alma: Favonio su frescura grata
                    A tu hablar trasladó.

¡Oh imagen perfectísima del orden
Que liga en lazos fáciles el mundo,
Sólo en los brazos de la paz fecundo,
                    Sólo amable en la paz!

En vano con espléndido aparato
Finge el arte solícito grandezas:
Natura vence con sencillo ornato
                    Tan altivo disfraz.

Monarcas, que los pérsicos tesoros
Ostentáis con magnífica porfía,
Copiad el brillo de un sereno día
                    Sobre el azul del mar:

O copie estudio de émula hermosura
De mi deidad el mágico descuido;
Antes veremos la estrellada altura
                    Los hombres escalar.

Tú, mi verso, en magnánimo ardimiento
Ya las alas del céfiro recibe,
Y al pecho ilustre en que tu numen vive
                    Vuela, vuela veloz;

Y en los erguidos álamos ufana
Penda siempre esta cítara, aunque nueva;
Que ya a sus ecos hermosura humana
                    No ha de ensalzar mi voz.

autógrafo

Manuel María de Arjona

 

 

¡¡Sed muy felices!!

 

 

 

 

Si un amigo es de verdad, su amistad perdura en el tiempo y con la distancia.

#4444

Re: Versos sueltos

-

SÉ MÁS FELIZ QUE YO

Sobre pupila azul, con sueño leve,
Tu párpado cayendo amortecido,
Se parece a la pura y blanca nieve
Que sobre las violetas reposó:
Yo el sueño del placer nunca he dormido:
                    Sé más feliz que yo.

Se asemeja tu voz en la plegaria
Al canto del zorzal de indiano suelo
Que sobre la pagoda solitaria
Los himnos de la tarde suspiró:
Yo sólo esta oración dirijo al cielo:
                    Sé más feliz que yo.

Es tu aliento la esencia más fragante
De los lirios del Arno caudaloso
Que brotan sobre un junco vacilante
Cuando el céfiro blando los meció:
Yo no gozo su aroma delicioso:
                    Sé más feliz que yo.

El amor, que es espíritu de fuego,
Que de callada noche se aconseja
Y se nutre don lágrimas y ruego,
En tus purpúreos labios se escondió:
Él te guarde el placer y a mí la queja:
                    Sé más feliz que yo.

Bella es tu juventud en sus albores
Como un campo de rosas del Oriente;
Al ángel del recuerdo pedí flores
Para adornar tu sien, y me las dio;
Yo decía al ponerlas en tu frente:
                    Sé más feliz que yo.

Tu mirada Vivaz es de paloma;
Como la adormidera del desierto
Causas dulce embriaguez, hurí de aroma
Que el cielo de topacio abandonó:
Mi suerte es dura, mi destino incierto:
                    Sé más feliz que yo.

Juan Arolas

 

 

 

 

¡¡Nunca mejor dicho, sed muy felices, más que yo os va a resultar difícil, pero por intentarlo que no quede!! ;-)

 

 

 

 

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#4445

Re: Versos sueltos

Perplejidad...

 

 

 

  APUNTES DE UN RENCOROSO

a Antonio Alatorre

Huyendo del espectáculo de su felicidad bochornosa, he caído de nuevo en la soledad. Acorralado entre cuatro paredes, lucho en vano contra la imagen repulsiva.

Apuesto contra su dicha y espío detalladamente su convivencia. Aquella noche salí disparado como tercero innecesario y estorboso. Ellos compusieron su pareja ante mis ojos. Se acoplaron en un gesto intenso y solapado. Lúbricos, en abrazo secreto y esponsal.

Cuando me despedí, les costaba trabajo disimular su prisa: temblaban en espera de la soledad henchida. Los dos me sacaron a empujones de su erróneo paraíso, como a un huésped incorrecto. Pero yo vuelvo siempre allí, arrastrándome. Y cuando adivine el primer gesto de hastío, el primer cansancio y la primera tristeza, me pondré en pie y echaré a reír. Sacudiré de mis hombros la carga insoportable de la felicidad ajena.

Llevo muchas noches esperando que esto se corrompa. La carne viva y fragante del amor se llena de gusanos sistemáticos. Pero todavía falta mucho para roer, para que ella se resuelva en polvo y un soplo cualquiera pueda aventarla de mi corazón.

Miré su espíritu en la resaca odiosa que mostró a la luz un fondo de detritus miserables. Y, sin embargo, todavía hoy puedo decirle: te conozco. Te conozco y te amo. Amo el fondo verdinoso de tu alma. En él sé hallar mil cosas pequeñas y turbias que de pronto resplandecen en mi espíritu.

Desde su falso lecho de Cleopatra implora y ordena. Una atmósfera espesa y tibia la rodea. Después de infinitas singladuras, la dormida encalla en la arena final del mediodía.

Deferente y sumiso, el esclavo fiel la desembarca de su purpúrea venera. La despega cuidadoso de su sueño de ostra. Acólito embriagado en ondas de tenue incienso respiratorio, el joven la asiste en los ritos monótonos de su pereza malsana. A veces, ella despierta en altamar y ve la silueta del joven en la playa, desdibujada por la sombra. Piensa que lo está soñando, y se sumerge otra vez en las sábanas. Él apenas respira, sentado al borde de la cama. Cuando la amada duerme profundamente, el fantasma puntual se levanta y desaparece de veras, marchito y melancólico, por las desiertas calles del amanecer. Pero dos o tres horas más tarde, nuevamente está en servicio.

El joven desaparece melancólico por las desiertas calles, pero yo estoy aquí, caído en el insomnio, como sapo en lo profundo de un pozo. Me golpeo la frente contra el muro de la soledad, y distingo a lo lejos la disforme pareja inoperante. Ella navega horizontal por un sueño pesado de narcóticos. Y él va remando a la orilla, desvelado, silencioso, con tierna cautela, como quien lleva un tesoro en una barca que hace agua.

Yo estoy aquí, caído en la noche, como un ancla entre las rocas marinas, sin nave ya que me sostenga. Y sobre mí acumula el mar amargo su limo corrosivo, sus esponjas de sal verde, sus duros ramos de vegetación rencorosa.

Morosos, los dos detienen y aplazan el previsto final. El demonio de la pasividad se ha apoderado de ellos, y yo naufrago en la angustia. Han pasado muchas noches y en la atmósfera del cuarto, cerrada, íntima y espesa, no se percibe el agudo olor de la lujuria. No hay más que la lenta emanación azucarada del anís, y un rancio aroma de aceitunas negras.

El joven languidece en su rincón, hasta nueva orden. Ella navega en su góndola, con un halo de anestesia. Se queja, interminablemente se queja. El joven médico de cabecera se inclina solícito y espía su corazón. Ella sonríe dulcísima, como una heroína en el tercer acto, agonizante. Su mano cae desmayada entre las manos del erótico galeno. Luego se recobra, enciende el braserillo de las fumigaciones aromáticas; manda a abrir el guardarropa atestado de trajes y zapatos, y va eligiendo una por una, cavilosa, las prendas diurnas.

Yo, entretanto hago señales desesperadas desde mi roca de náufrago. Giro en la espiral del insomnio. Clamo a la oscuridad. Lento como un buzo, recorro la noche interminable. Y ellos aplazan el acto decisivo, el previsto final.

Desde lejos, mi voz los acompaña. Repitiendo las letanías del amor inútil, el lívido amanecer me encuentra siempre exhausto y apagado, con la boca llena de palabras ciegas y rencorosas.

Juan José Arreola

Si un amigo es de verdad, su amistad perdura en el tiempo y con la distancia.

#4446

Re: Versos sueltos

La de cosas que nos quedarán por leer cuando nos hayamos ido. ¿Podremos seguir leyendo en el Cielo?

 

 

 

(Algunos lo harán en el infierno, y no lo entiendo)

 

 

 

 UNA MUJER AMAESTRADA

Hoy me detuve a contemplar este curioso espectáculo: en una plaza de las afueras, un saltimbanqui polvoriento exhibía una mujer amaestrada. Aunque la función se daba a ras del suelo y en plena calle, el hombre concedía la mayor importancia al círculo de tiza previamente trazado, según él, con permiso de las autoridades. Una y otra vez hizo retroceder a los espectadores que rebasaban los límites de esa pista improvisada. La cadena que iba de su mano izquierda al cuello de la mujer, no pasaba de ser un símbolo, ya que el menor esfuerzo habría bastado para romperla. Mucho más impresionante resultaba el látigo de seda floja que el saltimbanqui sacudía por los aires, orgulloso, pero sin lograr un chasquido.

Un pequeño monstruo de edad indefinida completaba el elenco. Golpeando su tamboril daba fondo musical a los actos de la mujer, que se reducían a caminar en posición erecta, a salvar algunos obstáculos de papel y a resolver cuestiones de aritmética elemental. Cada vez que una moneda rodaba por el suelo, había un breve paréntesis teatral a cargo del público. “¡Besos!”, ordenaba el saltimbanqui. “No. A ése no. Al caballero que arrojó la moneda”. La mujer no acertaba, y una media docena de individuos se dejaban besar, con los pelos de punta, entre risas y aplausos. Un guardia se acercó diciendo que aquello estaba prohibido. El domador le tendió un papel mugriento con sellos oficiales, y el policía se fue malhumorado, encogiéndose de hombros.

A decir verdad, las gracias de la mujer no eran cosa del otro mundo. Pero acusaban una paciencia infinita, francamente anormal, por parte del hombre. Y el público sabe agradecer siempre tales esfuerzos. Paga por ver una pulga vestida; y no tanto por la belleza del traje, sino por el trabajo que ha costado ponérselo. Yo mismo he quedado largo rato viendo con admiración a un inválido que hacía con los pies lo que muy pocos podrían hacer con las manos.

Guiado por un ciego impulso de solidaridad, desatendí a la mujer y puse toda mi atención en el hombre. No cabe duda de que el tipo sufría. Mientras más difíciles eran las suertes, más trabajo le costaba disimular y reír. Cada vez que ella cometía una torpeza, el hombre temblaba angustiado. Yo comprendí que la mujer no le era del todo indiferente, y que se había encariñado con ella, tal vez en los años de su tedioso aprendizaje. Entre ambos existía una relación, íntima y degradante, que iba más allá del domador y la fiera. Quien profundice en ella, llegará indudablemente a una conclusión obscena.

El público, inocente por naturaleza, no se da cuenta de nada y pierde los pormenores que saltan a la vista del observador destacado. Admira al autor de un prodigio, pero no le importan sus dolores de cabeza ni los detalles monstruosos que puede haber en su vida privada. Se atiene simplemente a los resultados, y cuando se le da gusto, no escatima su aplauso

Lo único que yo puedo decir con certeza es que el saltimbanqui, a juzgar por sus reacciones, se sentía orgulloso y culpable. Evidentemente, nadie podría negarle el mérito de haber amaestrado a la mujer; pero nadie tampoco podría atender la idea de su propia vileza (En este punto de mi meditación, la mujer daba vueltas de carnero en una angosta alfombra de terciopelo esvaído).

El guardián del orden público se acercó nuevamente a hostilizar al saltimbanqui. Según él, estábamos entorpeciendo la circulación, el ritmo casi, de la vida normal. “¿Una mujer amaestrada? Váyanse todos ustedes al circo”. El acusado respondió otra vez con
argumentos de papel sucio, que el policía leyó de lejos con asco. (La mujer, entre tanto, recogía monedas en su gorra de lentejuela. Algunos héroes se dejaban besar; otros se apartaban modestamente, entre dignos y avergonzados).

El representante de la autoridad se fue para siempre, mediante la suscripción popular de un soborno. El saltimbanqui, fingiendo la mayor felicidad, ordenó al enano del tamboril que tocara un ritmo tropical. La mujer, que estaba preparándose para un número matemático, sacudía como pandero el ábaco de colores. Empezó a bailar con descompuestos ademanes difícilmente procaces. Su director se sentía defraudado a más no poder, ya que en el fondo de su corazón cifraba todas sus esperanzas en la cárcel. Abatido y furioso, increpaba la lentitud de la bailarina con adjetivos sangrientos. El público empezó a contagiarse de su falso entusiasmo, y quién más, quién menos, todos batían palmas y meneaban el cuerpo.

Para completar el efecto, y queriendo sacar de la situación el mejor partido posible, el hombre se puso a golpear a la mujer con su látigo de mentiras. Entonces me di cuenta del error que yo estaba cometiendo. Puse mis ojos en ella, sencillamente, como todos los demás. Dejé de mirarlo a él, cualquiera que fuese su tragedia. (En ese momento, las lágrimas surcaban su rostro enharinado).

Resuelto a desmentir ante todos mis ideas de compasión y de crítica, buscando en vano con los ojos la venia del saltimbanqui, y antes de que otro arrepentido me tomara la delantera, salté por encima de la línea de tiza al círculo de contorsiones y cabriolas.

Azuzado por su padre, el enano del tamboril dio rienda suelta a su instrumento, en un crescendo de percusiones increíbles. Alentada por tan espontánea compañía, la mujer se superó a sí misma y obtuvo un éxito estruendoso. Yo acompasé mi ritmo con el suyo y no perdí pie ni pisada de aquel improvisado movimiento perpetuo, hasta que el niño dejó de tocar.

Como actitud final, nada me pareció más adecuado que caer bruscamente de rodillas.

Juan José Arreola

 

 

 

 

¡¡Sed muy felices!!

 

 

 

 

 

 

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#4447

Re: Versos sueltos

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  LAS SEÑAS

Perdí mi corazón —¿lo habéis hallado,
ninfas del valle en que penando vivo?—
ayer andando solo y pensativo, 
suspirando mi amor por este prado.

Él huyó de mi pecho desolado
como el rayo veloz, y tan esquivo 
que yo grité: "Detente, ¡oh fugitivo!" 
y ya no lo vi más por ningún lado. 

Si no lo conocéis, como en un ara
arde en él una hoguera, y cruda herida 
por víctima de Silvia lo declara. 

Dadlo, por vuestro bien, que esa homicida
lo hizo tan infeliz que donde para 
mi corazón, ya no hay placer ni vida.

autógrafo
Juan Bautista de Arriaza y Superviela

 

 

 

 

¡¡Sed muy felices!!

 

 

 

 

 

 

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#4448

Re: Versos sueltos

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 BALADA DE JUAN DE LA CRUZ

Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe
que partió con cien mozos y una bandera
a cubrirse de gloria bajo el sol.
Y a elevar su grito rebelde entre las balas
aun más alto que el grito del rebelde cañón.

Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe,
que vio a la tierra buena enloquecer
y beber salvajemente la sangre brava, y vio
caer a sus compañeros junto a la cruel bandera,
bajo el cielo incendiado de la revolución.

Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe,
dueño de un blanco corcel que victorioso
por campos de sangre y fuello lo llevó,
y en las fiestas del pueblo enardeció a las mozas,
quiza demasiado altas para sus quince años,
que eran ritmo en el talle y en los ojos fulgor.

Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe,
de quien decían los niños en las tardes del pueblo,
señalando el ocaso que es como confusión
de banderas heroicas: por allá con cien mozos,
Juan de la Cruz, el héroe, partió.

Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe,
que perdió su alegría que era también
un fruto de su tierra que bendijo el Señor.
Yo soy Juan de la Cruz, en cuyo honor el pueblo,
en medio de la plaza solo un roble plantó.

autógrafo

Aurelio Arturo

Si un amigo es de verdad, su amistad perdura en el tiempo y con la distancia.

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