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                                               FERNANDO ESTEVE MORA

"Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas". Así comenzaba Dámaso Alonso un poema en 1940. Hoy, si se "quisiese" ponerlo al día, habría que señalar que la población de cadáveres vivientes en  Madrid se ha más que triplicado y, sobre todo, habría que incluir a los más de 285.135 perros que que viven oficialmente en ella (según las últimas estadísticas de  2021), bastantes más -por cierto- que el número de niños entre los 0 y los 9 años (lo cual quizás diga bastante respecto al tipo de sociedad y cultura que estamos construyendo y a sus expectativas de futuro).

Esa altísima  y creciente cifra de perros que poseen los ciudadanos de Madrid (o que, quizás, son poseídos por ellos) es, para muchos, una buena noticia, pues -según se dice- la posesión de uno o varios perros redunda en una mejora de la salud física y mental de sus propietarios. No lo sé. Doctores tiene para ello la Ciencia Médica, ¿no?. Y yo no soy uno de ellos. Lo que sí que he observado particular o personalmente  es que la posesión de perros es arriesgada pues tiene sobre sus propietarios unos notorios y  deletéreos efectos neurológicos sobre distintos tipos de sensibilidad..

Así, por un lado, he podido observar que hay algunos (no sabría decir qué porcentaje) de propietarios de perros cuya sensibilidad moral ha caído como consecuencia de su convivencia con sus chuchos muy por debajo de los niveles que se consideran saludables y normales. Son aquellos que no sólo valoran más la vida de su perro que la de un un  ser humano cualquiera (lo que a todas luces ya reflejaría un trastorno neurológico grave por  la  desaparación de  neuronas espejo en sus cerebros que tal actitud demostraría) sino, incluso, que la de un ser humano concreto, con nombres y apellidos que no se encontrase dentro de  su círculo de conocidos más cercano.

Pero también,  y  por otro lado, he observado casos menos graves de otro trastorno neurológico, si bien  muchísimo más frecuente, en el que la posesión de perros se traduce en un obvio déficit de la sensibilidad visual y olfativa. Sencillamente sucede que los propietarios de los perros no ven ni huelen las deposiciones (cagadas y meadas) de sus chuchos y, en consecuencia, son insensibles enteramente al deterioro de los  espacios públicos que se produce como consecuencia de que sus perros caguen o meen donde estimen oportuno.

Sí, Madrid es una ciudad meada. No hay pie de farola o de señal de tráfico o de papelera o de banco que no esté rodeada y corroída por una costra negruzca en donde se acumula el poso de los incontable litros de orina que mean diariamente los 300.000 perros madrileños. No hay fachada, pared, puerta o acera en la que no se vean los asquerosos chorretones de los millones de litros de orina perruna. No hay esquina de monumento, estatua, banco callejero que se libre de esa lacra. Es natural. Son demasiados perros meando (y cagando) todos los días en las vías públicas, y ya se sabe que los perros tienden a mear por todos lados para "marcar territorio·, para dejar sus particular señal a sus "colegas", actividad que sus amorosos propietarios están más que dispuestos a promocionar y ayudar. Un asco. Así como suena...pero sólo parece serlo para quienes no tenemos chucho.

Por supuesto que, al igual que las ordenanzas municipales prohíben expresa y taxativamente que los seres humanos "hagan sus necesidades" en la calle, también lo tienen prohibido los perros, o mejor dicho, lo tiene prohibido sus dueños que son los responsables de su comportamiento. Pero los propietarios de los perros no sólo pasan de esa normativa, sino que creen que su incívica forma de proceder no sólo  está justificada, o sea, es correcta, sino que incluso es éticamente adecuada dado que en la estúpida "ideología californiana" que nos infecta estos tiempos, la posesión de un perro está asociada sin más a tener una virtud ética o moral: tener perro se equipara para la mayor parte de la gente y delirantemente a ser bondadoso o bueno.  Como señaló en su justificación hace unos días el dueño del perro que estaba meando a la salida de mi portal, ni siquiera se puede recriminarles esa conducta porque son animales.  En suma que  para los propietarios de los perros  parece ser que los perros deben tener  MÁS y no menos derechos que  los ciudadanos, como por ejemplo el "derecho" a mearse y a cagar en las calles que pronto tal y como van las cosas -me da la impresión- les será reconocido si los partidos políticos en su competencia  por el voto del personal decidan que merece la pena seducir al colectivo de los  animalistas (prefiero no recordar aquí porque me deprime y me indigna que en tiempos del confinamiento en la pasada pandemia, un Gobierno "de izquierdas" les concedió a los perros un derecho que les quitó a los niños: el elemental e imprescindible derecho a salir a la calle).

Tres soluciones suelen proponerse para este sucio y maloliente "asunto" por parte de los que todavía ven y huelen las deposiciones callejeras de los perros:

a) la primera es la de que el Ayuntamiento dedique más recursos para baldear y limpiar las calles más a menudo. Esa es sin duda la solución preferida por la mayoría de los propietarios de perros: pasar la factura de la limpieza de los que ensucian sus chuchos al erario público. Algunos, ante tamaña e injusta desfachatez,  sugieren que estarían dispuesto a pagar algo más por la limpieza de la suciedad que generan sus amados chuchos en forma de un impuesto adicional asociado a tener perros en propiedad, de modo similar al impuesto por las molestias ocasionadas por tener coche que pagamos quienes los tenemos.

b) la segunda, la que suelen apoyar los que no son perreros, es que aumenten tanto las multas como  los "policías" dedicados a ponerlas a quiene permitan a sus perros mear y defecar donde no esté autorizado. Es la política de los que dicen saber de Economía, y de su Ley de la Demanda. Sencillamente, -razonan- sucede que al igual que si sube el pecio de un bien disminuye la cantidad que se demanda o compra de él, si sube el "precio" por mear "fuera de tiesto" en la calle (o sea, si sube la multa o la probabilidad de que la policía multe), la cantidad de esta incívica actitud caerá.

c) la tercera es la típica y tópica y tonta "solución" buenista. O sea, gastar en campañas publicitarias para expandir la educación, para hacerles ver y oler a los propietarios de los perros que permitir a sus chuchos cagarse y mearse donde deseen en cualquier lugar de la vía pública está muy mal. La  chorrada habitual. Como si no supiesen los propietarios de los perros que las meadas y las cagadas de sus amadas mascotas fuesen orina y mierda. ¿Acaso no les educan a no cagarse y mearse en sus pasillos y salones? De igual manera les podrían educar para que sólo measen en dónde estuviese permitido ( ¿quizás en las bocas de las alcantarillas en los bordillos de las aceras con las calzadas?), el que no lo hayan hecho implica que el problema no es de información/educación.

Dejando fuera de consideración esta "solución" (c) por tonta, a la que los que ocupan los  poderes públicos recurren sistemáticamente para dar dinero a sus amiguetes del sector de la publicidad y propaganda,  he de decir con claridad que ninguna de las otras dos soluciones es -frente a lo que pudiera pensarse- muy viable. Y ello también por dos razones. Así, por un lado está el evidente hecho de que no son una solución, al problema pues lo único que hacen es cambiar la forma que adopta y repartir los costes que generan a los demás el comportamiento meón de los perros.

Y, además, sucede que esas "soluciones" más bien tienen el efecto de agravar el problema, como apunta la Economía del Comportamiento.

Viene aquí al pelo el caso de la guardería de Tel Aviv que se ha convertido en un ejemplo paradigmático de cómo los incentivos monetarios/económicos pueden tener efectos perversos o contraproducentes. Es un caso real. Sucedía que el personal de una guardería en Tel Aviv se enfrentaba a un problema recurrente cual era que, tarde tras tarde, había padres que se retrasaban a la hora de ir a recoger a sus hijos lo que obligaba a que siempre algunos miembros del personal tuviesen que quedarse esperando fuera de su horario laboral a que apareciesen los padres tardones, que siempre eso sí aparecían deshaciéndose en excusas y justificaciones por su retraso, pues sabían que no estaba bien, que no era correcto, el retrasarse.

Puestos a tratar de corregir semejante comportamiento a la Dirección de la guardería (que la ostentaría sin duda un economista convencional) se le ocurrió recurrir a la Economía. Y decidió establecer una penalización monetaria por la tardanza, una penalización creciente en función del retraso e incluso del número de veces en que ese retraso sucedía en cada caso, o sea en cada niño. Con ese sistema, la Dirección esperaba que los padres se tomarían en serio, por la cuenta que les traía, el retrasarse.

Pues bien, el efecto fue el contrario del que esperaba la "Dirección". En vez de decrecer el número de padres que llegaba tarde a recoger a sus críos, aumentó. Sencillamente sucedió que el uso del mecanismo de precios no sólo no desincentivó sino que -todo lo contrario- incentivó el comportamiento indeseable. Pero ...¿por qué? Pues muy sencillo, porque eliminó la connotación moral negativa antes asociada al llegar con retraso. Ocurrió que tras poner un precio a retrasarse, el hacerlo dejó de ser un mal comportamiento y pasó a ser  un comportamiento moralmente neutro, un "bien" más como cualquier otro, que se podía comprar sin sentirse en absoluto mal, un "bien"  por el que cualquier padre sólo tenía que pagar un precio en dinero y no un precio moral (por así decirlo).

Dicho con otras palabras más "técnicas", a la hora de hacer o no hacer una actividad hay dos tipos de motivaciones: las intrínsecas (si algo debe o no hacerse porque sí, porque la moral o la costumbre así lo establecen) y las extrínsecas (si algo se hace o no porque se gana algo con ello), y lo que sucede y ha acentuado la Economía del Comportamiento es que el uso de motivaciones extrínsecas puede en muchos casos afectar negativamente a las motivaciones intrínsecas.

En el caso que nos ocupa, el de la muy meada ciudad de Madrid, estoy totalmente seguro que si el Ayuntamiento pusiera un impuesto adicional a los propietarios de los perros, la suciedad generada por estos se dispararía aún más pues esos dueños de perros se sentirían entonces con el pleno derecho a que sus perros cagasen y measen donde les pluguiese pues habrían comprado ese "derecho". De igual manera, si se recurriese a unas multas más elevadas ello operaría exactamente igual que las sanciones a lo padres tardones de la guardería israelía

En suma, que no veo que haya ninguna una política microeconómica efectiva y justa, o sea, que disminuya la suciedad perruna y cuyos costes los paguen quienes ensucian.

A menos, eso sí, que se esté dispuesto a optar por el camino más radical. Que es el adoptar la estrategia del cuánto peor mejor.... a largo plazo. En Teoría de Juegos se definen como "dilemas sociales" las situaciones o interacciones en que los agentes encuentran que sus comportamientos en persecución de sus propios e intereses egoístas acaban en situaciones colectivas que distan de ser las óptimas para todos y cada uno de ellos. En tales casos, no es nada extraño, que algunos de ellos repriman su comportamiento egoístas y se comporten buscando lo mejor para el colectivo. Muy moral para ellos, sí. pero esto les posibilita a los que siguen comportándose egoístamente el obtener unas ventajas adicionales, o sea, que cuando algunos hacen lo correcto socialmente, ello beneficia a quienes no lo hacen: son los aprovechados de toda la vida.

En el caso de las meadas (y cagadas)  perrunas en Madrid está claro que los "aprovechados" son los propietarios de perros. Se aprovechan de que los demás ni tengamos perros meones ni nos meemos en las calles como si hacen sus chuchos.

Pues bien, en tales casos y si la interacción o juego se repite, como así suele suceder,  se demuestra matemáticamente que (si las tasas de descuento intertemporal no son muy elevadas) la política colectivamente optima en el largo plazo  por parte de los "buenos", de los  cumplidores, es la de dejar de serlo, la de negarse a permitir que los "aprovechados"  les sigan tomando el pelo y se aprovechen de ellos, o sea, la de "romper la baraja", la de llevar las cosas a su extremo, la de que cuanto peor, mejor.

La lógica de esta actitud es muy clara y simple. Si todos los agentes se comportan siguiendo sus egoístas intereses en un entorno de dilema social, el peor resultado colectivo emerge. Y ello, paradójicamente,  posibilta y promueve el que todos alteren su comportamiento en la dirección colectivamente deseable. Por contra, si un grupo de "buenos" se comporta "bien" de forma no egoísta, ello permite a los egoístas beneficiarse y no padecer plenamente las consecuencias del comportamiento egoísta generalizado, lo que se traduce en que el problema se enquista. O sea, que no hay cosa peor en ese entorno de dilema social que los buenos se comporten bien como buenos que son pues ello impide que los aprovechados sufran el serlo en la medida adecuada.

¿Qué ocurriría si todos y no sólo los propietarios de los perros usásemos de las vías públicas como urinarios?¿Qué ocurriría si los ciudadanos de Madrid se negasen a ser discriminados y exigiesen el mismo derecho que el de los perros a mearse donde quisiesen? Pues que el problema estético, olfativo y sanitario se generalizaría y afectaría también a la inmensa mayoría de los propietarios de perros cuyo deterioro neurológico no sea total.

Se trata de una "política" de fácil, rápida y eficaz instrumentación. Yo, por ejemplo, he decidido que la próxima vez que vea al perrito perrita de una encantadora ancianita mear delante de mí en la vía pública, no voy a ser menos y me voy a poner a mear al lado. Si todo el mundo hace lo mismo, en pocos días la ciudad de Madrid estará en un sucio  "equilibrio" pero en el que nadie se aprovecharía de nadie.

A Elinor Ostrom le otorgaron el Premio Nobel de Economía por darse cuenta de que el problema de  la Tragedia de lo Común, aquella situación colectivamene desastrosa en que "lo común", los recursos comunes, lo que es de todos  (como lo son las calles de Madrid), se deteriora irremediablemente cuando cada usuario lo usa buscando su propio y singular beneficio es resuelto por las sociedades y grupo sociales en muchos casos sin acudir al poder coercitivo de la administración pública, o se, a la ley y las multas. Las propias sociedades generan sistemas de uso de lo común que impiden el que los individuos los mal usen en su propio beneficio. A veces, las normas sociales son mucho más duras que las normas estatales y no es infrecuente que los grupos sociales penalicen con el ostracismo y hasta con la muerte a quienes se aprovechan de lo que es común en beneficio propio. Y esas normas sociales surgen "de la gente", de los grupos,  no de la administración pública o estatal. Son propiedades "emergentes" que las sociedades crean para resolver sus problemas de modo interno y autónomo cuando esos problemas se hacen lo suficientemente agobiantes. Y de ahí la optimalidad de las políticas de "cuanto peor, mejor".

Cualquiera que haya viajado por Estados Unidos o por los países nórdicos, países históricamente liberales donde los estados no son autoritarios ni intervencionistas en extremo,  se habrá extrañado del increíble nivel de control social de los comportamientos individuales  en esas sociedades, un control de los comportamientos socialmente indeseables  que no necesita recurrir a la policía para imponerse salvo en casos extremos. Nadie en una ciudad del norte de Europa saca la basura a su antojo o saca a su perro a mear donde le plazca ni tampoco tira de la cadena pasadas las 10 de la noche ni pone música a deshoras ni.... A lo que parece lograron resolver sus problemas de maltrato o deterioro de lo común tras pasar una temporada por sus particulares infiernos.
     
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  1. #1
    06/02/23 01:20
    Qué buen artículo. Y qué razón tienes.
    Los que no tenemos perro nos tropezamos con sus mierdas y olemos sus meadas por doquier. Además son ya usuarios de metro y clientes de bares, restaurantes y tiendas con los mismos derechos que yo pero sin ningún deber.
    La verdad, en esta sociedad cada vez más desnortada, no le veo solución, mucho tendríamos que avanzar para que imperara el sentido común. 
    Me queda la esperanza de que sean los perros, a falta de niños, los que se hagan cargo de nuestras pensiones.