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No han tenido los economistas una relación muy fácil con el asunto de la drogadicción. De salida, su declarado respeto a la autonomía individual en la toma de decisiones les ha llevado siempre a ser reticentes ante cualquier intento de inmiscuirse en lo que elijan libremente los individuos. Cuando se les ha objetado que debido a los combinados efectos de la adición física (el "mono") y la tolerancia fisiológica (el que un adicto necesita de dosis cada vez más altas para lograr el mismo efecto) los consumidores de drogas no son libres en sus decisiones, lo que justificaría la intromisión paternalística en el comportamiento individual, su respuesta ha sido que el hecho de que respondan a las variaciones en los precios demuestra que tienen capacidad de elección.
 
No obstante, los economistas en general han aceptado que el consumo de drogas refleja unas necesidades individuales condenables y han ofrecido su ayuda para combatirlo. Se pueden calificar como "económicas" las políticas de lucha contra las drogas que actúan encareciendo su precio con vistas a provocar una disminución en la cantidad demandada (políticas que van desde el uso de impuestos y el establecimiento de restricciones espaciales -espacios sin humo- y temporales -horarios para la compra/venta de alcohol- para la compra y consumo de drogas, hasta su ilegalización y la consiguiente penalización de su tráfico y/o consumo). Por el contrario, se pueden calificar como "psicológicas" aquellas políticas que mediante la persuasión y la difusión del conocimiento de las consecuencias negativas del uso de drogas pretenden disminuir la demanda de drogas.
 
 
Para desincentivar el consumo de drogas, ya sean legales o ilegales, y como era de esperar los economistas han acudido a sus herramientas básicas microeconómicas; en este caso, el uso del sistema de precios. Pero aquí también, las cosas no han estado demasiado claras. Sucede que, en términos económicos, el hecho de la adicción que define (no exclusivamente por cierto) a las drogas conlleva que sus curvas de demanda van a ser muy inelásticas, por lo que no parecería que la política económica dirigida a desincentivar su consumo vaya a tener efectos relativamente importantes. Así, para las drogas legales (alcohol, tabaco), la política de penalizar impositivamente su consumo no parecería que fuese a reducir su uso de modo ostensible a menos que el ascenso de sus precios sea extraordinariamente elevado, lo que llevaría sin duda a un aumento del contrabando y el mercado negro. Y lo mismo podría imaginarse que pasará con las drogas ilegales, la ilegalización del mercado de una droga tan sólo se plasmará en la subida de su precio en el negro, pero con efectos muy escasos sobre el consumo. Adicionalmente, al necesitar los drogadictos más dinero para poder comprar sus dosis, y estando como están frecuentemente fuera de los mercados de trabajo convencionales, su única alternativa para procurarse el dinero para pagarse su vicio será la delincuencia. A esta posición le confiere fuerza adicional la experiencia histórica de la Prohibición del consumo de alcohol en EE.UU. en los años veinte del siglo XX, cuyos reconocidos efectos perversos han servido siempre de ejemplo para quienes defienden el abandono de las políticas prohibicionistas. Por todo ello, muchos economistas y sobre todo no economistas usando este tipo de argumentación económica han estado a favor de la despenalización o de la legalización controlada de los mercados de drogas.

 

Pero las cosas distan de estar tan claras como parece en la medida que se toma en consideración un enfoque temporal más amplio, enfoque además que resulta aquí obligado por lo demás a tenor de las características dinámicas del consumo de ese tipo tan especial de "bienes" que son las drogas adictivas. En efecto, como ya se ha dicho, el argumento a favor de la legalización regulada se basa en los estudios que muestran que las curvas de demanda de drogas son muy inelásticas. Lo son, pero sólo de forma clara en el corto plazo. A largo plazo, las curvas de demanda son mucho más elásticas. Y ello se debe a que, si bien es cierto que a corto plazo una caída en el precio a resultas de la tolerancia o la legalización aumenta muy poco la cantidad demandada de droga (porque no aumentaría en mucho el número de nuevos consumidores ni el volumen que consumen los ya adictos), hay que tener en cuenta que, debido a los efectos de la adicción física y la tolerancia fisiológica, ese leve incremento en el consumo de droga a corto plazo se traducirá en un incremento de cuantía mucho mayor en el futuro conforme los nuevos consumidores se conviertan en adictos plenos en periodos sucesivos, por lo que si bien a corto plazo las políticas tolerantes no parecen tener un efecto demasiado negativo, a largo plazo sí que lo tendrían. Y, a la inversa, la penalización y lucha contra el tráfico de drogas o las políticas impositivas, si bien a corto plazo no parecen ser muy efectivas, lo serían a largo plazo en la medida que la disminución por pequeña que sea en cada periodo a corto plazo en el número de adictos o en las cantidades que consumen se agrega o acumula en una caída relevante en el largo plazo. En suma, que con arreglo a este argumento mucho mejor argumentado económicamente estarían justificadas las políticas restrictivas y penalizadoras contra el tráfico y consumo de drogas. Esta argumentación explica el porqué los economistas no se alineen de forma unánime en el bando de los tolerantes y legalizadores de los mercados de drogas, pese a que en principio parecería ser su lugar natural defendiendo como suelen hacerlo siempre, casi por definición, la libre elección de los consumidores en mercados que funcionen libremente.

 

 

 

 

Pero, ya han pasado suficientes "cortos plazos" con este tipo de políticas en todos los países del mundo, y la verdad es que la llamada "lucha contra las drogas" no se puede decir que haya sido muy exitosa en el largo plazo. Los estados dedican ingentes recursos a combatir a los narcotraficantes pero a lo más que llegan es a ponerse al día frente a los recursos que estos dedican a defender su negocio, lo cual es un buen indicador de que el mercado les va muy bien (véase, a este respecto, el libro de Moisés Naim: Ilícito: cómo traficantes, contrabandistas y piratas están cambiando el mundo).

 

Pero aceptar esta realidad implica que no sólo la política "económica" ha fracasado en esta lucha, sino que también lo ha hecho la que hemos llamado política "psicológica". Años de propaganda y difusión de información, años de avisos y consejos sobre los peligros del consumo de drogas tampoco han sido, a lo que parece, muy efectivos. Y el fracaso de todas las políticas se plasma más a las claras en las nuevas generaciones, grupos poblacionales a los que se han dirigido con especial atención las políticas antidroga. Los ejemplos abundan. Uno de ellos, el del tabaco, la droga legal más demonizada y perseguida desde todos los frentes y que concita un acuerdo unánime respecto a sus negativas consecuencias respecto a la salud, puede servir como paradigma del problema general. Así, se ha constatado cómo en los EE.UU., quizás el país que ha encabezado la lucha por su erradicación, su consumo entre los adolescentes no sólo no decrece sino que crece.

 

 

 

 

¿Qué hacer? Una respuesta sería que habría que redoblar los esfuerzos porque el fracaso se debería a no haber echado la suficiente carne en el asador. Pero no parece no se hayan dedicado pocos recurso a la lucha contra las drogas, más bien todo lo contrario. Pero, si pese a todos los esfuerzos y recursos empleados, todas las políticas han fracasado a lo mejor el problema no está en las políticas en sí, sino en el análisis que las sustentan.

 

Y aquí la Economía ofrece un enfoque alternativo al descrito previamente a partir de la consideración de que las drogas no son unos "bienes" normales sino "bienes" Veblen. Existe un tipo de bienes cuya demanda se define de modo distinto al habitual. Se trata de los llamados bienes Veblen, llamados así a partir de la obra la Teoría de la Clase Ociosa de Thornstein Veblen. Se dice que un bien es de tipo Veblen cuando su valor para un individuo se deriva no sólo de la utilidad intrínseca que reporta su consumo, como sucede con cualquier otro bien, sino también y muy fundamentalmente de su valor posicional, del hecho de que no todos pueden permitirse acceder a él, por lo que los que sí lo hacen adquieren por ello una posición o una reputación que les distingue de los que no pueden. El consumo de un bien Veblen es por ello, básicamente, un consumo conspicuo o señalizador, es decir que se realiza para "marcar diferencias" de modo que los demás sean conscientes de quién puede permitírselo. En muchos casos, los bienes Veblen tienen un tramo creciente en sus curvas de demanda crecientes dado que un precio más elevado, más que como factor disuasorio de la compra, actúa por el contrario como factor estimulante de la misma para aquellos que quieren señalizar su riqueza. Son bienes Veblen, pues, aquellos en que lo que se compra es la etiqueta. Pero si lo que se quiere es señalizar no o no sólo la posición económica sino otro tipo de posición social o status, el precio explícito de los bienes comprados ya no jugará un papel tan relevante. Otros precios o costes implícitos pueden actuar entonces como factor señalizador de esa posición diferencial. Es lo que sucede en el caso de las drogas.

 


Pero, ¿qué tienen que ver los bienes Veblen con las drogas? Pues que las drogas tienen también un alto componente de consumo señalizador o conspicuo, no de cuánta riqueza se tiene, sino de otros "valores" como la valentía, la resistencia física, el atrevimiento, el desafío de la autoridad establecida, el desapego hacia el futuro, etc., que confieren status y prestigio dentro de los grupos de adolescentes y jóvenes (que son, recordémoslo, donde empieza el consumo de drogas, consumo que al menos en las primeras fases de la adicción, no es privado sino que tiene un carácter social). Esto debería estar claro sin más para todos aquellos que se iniciaron en el consumo de tabaco en la adolescencia. Se empieza a fumar no por el placer que proporciona inhalar un humo irritante y mareante, sino para parecer más adulto, más "interesante", menos infantil que el resto de adolescentes que no se atreven a hacerlo o para formar parte del grupo de "rebeldes" que sí se atreven.

 

Y esto no pasa sólo con el tabaco. El conocido biólogo e historiador Jared Diamond dedica el capítulo 11 de su libro El Tercer Chimpancé a explicar desde el punto de vista de la teoría darwinista de la selección natural el porqué de que los humanos "beban, fumen y usen drogas peligrosas". La razón la encuentra en ciertos comportamientos y estructuras que son comunes entre los animales y parecen a primera vista maladaptativos desde el punto de vista de la supervivencia. Por ejemplo, las enormes colas de los pavos reales señalan la posición a sus predadores y dificultan la huída ante ellos, las gacelas que dan saltitos con las patas estiradas delante de las leonas consumen energía en principio absurdamente. Pero, desde el punto de vista de la teoría económica de la señalización, estos comportamientos son perfectamente racionales pues transmiten una señal muy clara cual es que se anda tan sobrado de energía que uno se atreve a hacer esas cosas tan aparentemente contraproductivas.

 

En efecto, los individuos desconocen de salida las características de los demás, de modo que cada uno ha de comunicarlas o señalizarlas para establecer su posición en el grupo o acceder a sus recursos. Ahora bien, para que una señal de calidad (de que se es muy fuerte, de que se está sano, de que se es valiente) dirigida por un animal a otros competidores dentro del grupo o a los posibles predadores para que no pierdan tiempo y energías intentando hacer sombra o comerle sea eficaz, es decir que sólo la emitan aquellos que realmente tienen esas características, es necesario que no pueda ser fácilmente imitada por los más débiles y cobardes, y ello se sólo consigue si su emisión es costosa.

 

Y ¿qué mejor señal que atreverse a hacer cosas que pongan en riesgo lo que se pretende publicitar? Sólo uno sobradamente fuerte, valiente o sano haría cosas que pongan en riesgo su salud o su vida. El consumo de drogas entre adolescentes y jóvenes cumple obviamente este requisito de efectividad de la señal, pues en él se junta el riesgo que comporta el desafío a la autoridad (no otras cosa es en último término el conocido "atractivo de lo prohibido") con la demostración de que uno es tan fuerte que casi, casi, es inmortal, sensación habitual en esas edades en que el capital físico del cuerpo no ha sufrido todavía la menor depreciación.

 

En otras sociedades históricas, más inestables, más violentas, menos sanas y seguras, la propia realidad ya hacía una criba tan radical que sólo sobrevivían los más aptos. Nuestras sociedades pacíficas, estables, saludables, seguras y por qué no decirlo, aburridas, han eliminado (afortunadamente, hay que decirlo) ese cribado dejando tras de sí sin embargo la necesidad de que los individuos señalicen a los demás sus capacidades, el consumo de drogas peligrosas (junto con otras actividades peligrosas como, por ejemplo, la conducción a velocidades suicidas) habría de entenderse así como un sistema especialmente perverso de señalización.

 

Obviamente, la tesis anterior no explica todo lo que está tras un fenómeno tan complejo como es el consumo de drogas peligrosas. Con certeza en la motivación que lleva a un individuo concreto a probar una droga y seguir en ese mundo concurren diversidad de factores psicológicos personales y sociales. Pero si la hipótesis anterior que -no se olvide- es de carácter social y no personal, es decir, que pretende ser un factor común para el conjunto de individuos que consumen drogas, es al menos parcialmente correcta, se sigue que la "guerra contra las drogas" debiera tener en cuenta que las drogas se usan como señales de fortaleza y rebeldía contra lo existente, lo cual plantea a las claras la dificultad de ganarla, pues en tanto que cabe diseñar sistemas alternativos de competición que permitan a los individuos clasificarse en función de su fuerza y atrevimiento relativos y que no tengan efectos tan nocivos sobre la salud de quienes participen en ellos (eso son sustancialmente los deportes), resulta por definición difícil diseñar "desde arriba" sistemas que sirvan para que los individuos reflejen el grado de su rebeldía contra la autoridad.

 

 

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