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En este mundo, si algo hay paradójico es el dinero: no tiene valor por sí mismo, pero es el bien más codiciado; no tiene fuerza pero es capaz de mover el mundo; la salud es lo más importante pero se cambiaría un proceso gripal por una buena cuenta corriente; el dinero no te da la felicidad pero te deja a un paso de ella… Qué razón tenía Quevedo cuando escribía “Y pues es quien hace iguales / al rico y al pordiosero, / poderoso Caballero es don Dinero”. No importa si se tiene por su origen o por pedir limosna. Al fin y al cabo, el tener dinero es como la muerte: a todo el mundo iguala. Ya en la Edad Media, el Arcipreste de Hita escribió en su miscelánico “Libro del Buen Amor”: “El dinero es alcalde y juez muy alabado, / es muy buen consejero y sutil abogado, / alguacil y merino, enérgico, esforzado; / de todos los oficios es gran apoderado”.

Hablar de dinero es pensar en monedas y billetes, pero no siempre ha sido así. Es más, hoy tampoco es así. En las economías de subsistencia se intercambiaban bienes o servicios mediante el trueque y ese era su medio de pago. Comprador y vendedor tenían que ponerse de acuerdo y estar interesados en los bienes que ofrecía cada parte. El trueque no era más que ofrecer lo que se tiene de sobra para recibir lo que a otro también le sobra. Lógicamente, tenía que existir la necesidad de aquello que en exceso poseía uno y al otro le hacía falta. La humanidad siempre ha hecho lo posible por cubrir sus necesidades. El intercambio entre dos productos era muy sencillo pero se complicaba mucho cuando el número de bienes y servicios comenzó a ser bastante amplio.

La solución a este (no pequeño) problema fue la creación del dinero: un elemento que sirviese como medio de cambio, que se aceptase en todas partes, que sirviese como valor y que fuese contable. De este modo, surge la necesidad de llevar una contabilidad. Y así debió de ser porque los textos más antiguos que se conocen están relacionados con la contabilidad del comercio.

Las primeras civilizaciones utilizaban bienes que pudieran emplearse como moneda de cambio, naciendo así el dinero mercancía. De esta manera fue posible acumular riqueza, financiar proyectos y fijar precios. Ese dinero mercancía tenía que ser duradero, divisible, transportable, escaso y que su valor fuese fácilmente identificable. Se usaron como moneda de cambio, por poner algunos ejemplos: el oro, la plata, el cobre, el ganado, la sal, el cacao, las conchas, la pimienta, las piedras y hasta los dientes de ballena.

Al desarrollo del comercio le surge la necesidad de tener algún bien que se acepte como medio de pago en los diferentes pueblos y países. Nace así, en Asia, el pago mediante metales preciosos. Posteriormente, en el Mediterráneo, aparece el concepto de moneda que lo potenciará la civilización romana. Mientras, en Europa se acuñaban monedas; en China, que ya conocían la tinta y el papel, inventaron el dinero fiduciario: aquel que no tiene valor por sí mismo. Su valor intrínseco era inferior al valor que representaba y estaba refrendado por quien lo emitía. Así nació el papel moneda.

Roma y China padecieron en aquel entonces el mismo mal (mal que llega hasta nuestros días): la creación abusiva de monedas y billetes aumentando progresivamente la inflación y la desestabilización económica.

Los medios de pago modernos están estrangulando el uso de monedas y billetes hasta que llegue su fin

El aumento de la piratería en el Atlántico y en el Mediterráneo llevó a que se emitieran certificados de deuda (letras de cambio u obligaciones) y más tarde pagarés. Esos certificados, que portaban los comerciantes, llevaban consignado el nombre del deudor, del prestador, fecha de pago y el importe de la deuda.

El papel moneda estaba respaldado por las reservas de oro que tenían los países en sus Bancos Centrales con el fin de garantizar la moneda, de ahí surge el llamado patrón oro. Las monedas y billetes fiduciarios se convertían en oro en una paridad fija y previamente establecida. El primer Estado en establecer ese sistema fue el Reino Unido. El problema seguía siendo el mismo: se acuñaba más moneda y se imprimía más papel que reserva de oro había.

En 1944 se creó el patrón divisas oro: las monedas quedaron vinculadas al dólar y éste se podía convertir en oro a un precio de 35 dólares la onza. Este sistema entró en desuso en 1971 y desde entonces las monedas nacionales son dinero fiduciario en el sentido más estricto de la palabra. A partir de aquí, se ha permitido la fluctuación entre diferentes monedas aumentándose esta tendencia con la aceleración de los medios de pago electrónico.

Hoy en día ha desaparecido la necesidad del dinero físico o que esté representado por alguien. Es suficiente una anotación en cuenta. Comprador y vendedor se ponen de acuerdo en el precio y mediante una transferencia el dinero del uno pasa al otro a cambio de un bien o un servicio. Los medios de pago modernos están estrangulando el uso de monedas y billetes hasta que llegue su fin. En España, por ejemplo, en determinados casos, únicamente se puede pagar con dinero en metálico hasta un máximo de 2.500 euros y las intenciones son reducir aún más dicha cifra. Incluso, ya hay países que no tienen la obligación de aceptar el efectivo.

Y así llegamos a las criptomonedas siendo la más famosa el bitcoin. Con ellas hemos vuelto a los orígenes: no tienen el respaldo de ningún Banco Central ni Gobierno, pero se aceptan como medio de pago sin necesidad de ningún intermediario financiero. Al no estar respaldadas por nadie, están marcadas por su alta volatilidad. No sin tardar, traerán una nueva forma de dinero. Las criptomonedas son voluntarias en su defecto: si quiero las uso. Puedo pagar en bitcoins si me lo acepta el vendedor y si me apetece. Por el contrario, estoy obligado a usar la moneda legal del país que la emite porque si no lo hago estaría incurriendo en un delito. Está claro que, por ejemplo, no puedo liquidar mis impuestos en bitcoins. Pero todo se andará.

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