Puigdemont digiere su duelo entre la ira y la resignación
Si como presidente de la Generalitat desacató las leyes de la democracia española y de la autonomía catalana, ahora, desde su refugio exterior, desafía las de la naturaleza
XAVIER VIDAL-FOLCH
20 MAR 2018 - 11:34 CET
Anna Gabriel y Carles Puigdemont, este lunes en un acto en Ginebra. FOTO: FABRICE COFFRINI. VÍDEO: ATLAS
Incluso alguno de los suyos reconoce que él vive una realidad paralela. Quizá por eso se abstrae mientras recita de corrido su argumentario. En todo caso, compartir tres densas horas con Carles Puigdemont en Ginebra —dos de ellas en una intensa mesa redonda sobre Cataluña y la autodeterminación— ayuda a esbozar una conclusión: si como presidente de la Generalitat desacató las leyes de la democracia española y de la autonomía catalana, ahora, desde su refugio exterior, desafía las de la naturaleza.
Dicen que la
digestión psicológica del duelo atraviesa cinco fases sucesivas. Pero él las acumula todas en una, sin empacho.
Practica la negación de la realidad (autoconvencerse de que no ocurrió la pérdida), cuando se refiere a la non nata y fantasmagórica república como una criatura viva. O al afirmar, taxativo, “soy el president de Cataluña”.
Pero ya deletrea todo eso con menos ardor: la mención republicana suena lejana, tenue. Y su autorreivindicación presidencial resulta protocolaria, de presente continuo resignado: “soy el 130º presidente [a la espera del 131º] de la Generalitat, el Parlament no me destituyó”.
La segunda fase, la ira, se superpone a la anterior. Busca culpables de su infortunio. Ahora lo es menos el PP, o “el Estado” que un franquismo redivivo impregnándolo todo, y a todos los Otros, como si no hubiera habido Transición: “Cierto que Franco está bajo tierra”, me replica, “pero sigue en tierra de Patrimonio Nacional y hay que pagar una entrada de nueve euros”, esa prueba irrefutable de democracia ausente.
O “el juez” [del Supremo, Pablo Llarena], “por prevaricar” [sic].
También la tercera fase, la negociación (fantasear soluciones sabiéndolas imposibles) se produce simultáneamente. Tras el fiasco de otoño en obtener el apoyo de la Unión Europea para presionar al Gobierno a negociar con la república en ciernes, ahora se trata de fabricar ruido mediático. Se prodiga y se contiene, una yenka para la que demuestra maestría gestionando el hambre de los periodistas por lo raro, lo insólito, lo sorprendente.
Busca un ruido que le apoye en la revancha judicializadora: acudirá a todos los organismos internacionales posibles e imposibles. Seguramente perderá, como acaba de ocurrir ante el Tribunal de Estrasburgo, que no le concedió cautelares (contra la prohibición del Supremo de investirse desde tierras lejanas). Pero así botará la pelota y exprimirá los agridulces frutos del victimismo. Que también quizá haga germinar algún intento de “mediación”... al que ya se postula desde el paraíso superior suizo la expresidenta de la Confederación Helvética Micheline Calmy, panelista con nosotros, satisfecha porque Puigdemont alaba el confederalismo de su país, sugiriéndolo como eventual alternativa a la secesión.
Sería una mediación “entre dos legitimidades” barre —para su cliente— el otro invitado, el profesor Nicolas Levrat, autor de un pétreo dictamen autodeterminista encargado por el Govern. ¡Bellas mediaciones con casi todos los actores a favor!... y esa meritoria tribu de 150 seguidores llegados de casa a aplaudir “el diálogo” y silbar cualquier discrepancia.
La cuarta fase es la depresión, que no aflora en el proscenio, pero la confiesa un íntimo, entre bambalinas: Carles se ve “como un apestado ante los españoles”. “Odiado, caricaturizado, ridiculizado”, algo difícil de tragar para un actor que reclama cariño.
¿Cuándo llegará la quinta estación, aún inédita, la aceptación resignada de que la pérdida es inevitable? Cuando sea del todo tangible.
Para aplazarla, el “líder independentista” —como le titula el festival de cine de los derechos humanos en que se cobija el acto—, parece haber mutado su discurso, apunta en la cercanía un analista europeo.
Ahora lo abarrota todo en una túrmix que postula como posnacionalista (ya nadie goza loando el nacionalismo): el Valle de los Caídos, la burocracia de Bruselas, la democracia directa, los derechos de la mujer, la autodeterminación incluso para un “pequeño municipio: todos tienen derecho si se organizan” contra “las uniones sagradas”.
La mochila abigarrada de conceptos heteróclitos abruma: “Por momentos parecía escuchar, en una sola voz, a los de Podemos, a los grillini y a los conservadores del Brexit”, evoca el experto europeo.
Este nuevo nacionalpopulismo con pátina 2.0 no requiere rigor argumental específico: su relato anula datos clave, como el golpe parlamentario de septiembre con sus leyes de ruptura que abrogaron la Constitución y el Estatut y alumbraron los desastres posteriores.
Bastan las recetas sencillas para problemas complejos (urnas, no importa cómo), el clamor de una identidad indefinida, la apelación a que la base releve a la élite, la protesta contra una persecución universal: toda oferta de mensaje capaz de cubrir una demanda, esa ley del marketing en que es ducho. Y la empatía. Será Puigdemont un juguete humano roto —y de aristas letales para los demás juguetes— o un carlista abrazado a un Sputnik. Pero no se olvide, a distancia corta sigue siendo un tipo empático.