Vuelve la retórica de la "criminalización de las ideas" y el "ataque a la democracia". Esto es un proceso penal por rebelión, un delito gravísimo en cualquier ordenamiento. ¿Qué esperaban, que los jueces mirasen para otro lado?
Sería bueno que quienes, ante el encarcelamiento este viernes de
Jordi Turull y otros cuatro procesados por rebelión, sostienen que los jueces toman decisiones políticas, penalizan ideologías o atacan la autonomía parlamentaria y la democracia leyeran con atención las resoluciones que vienen dictando el juez Llarena y la Sala de Apelación. No para que cambien de criterio -todas las decisiones judiciales pueden y deben ser objeto de crítica- pero sí, al menos, para que no manipulen los argumentos judiciales. Que son los que son -razones jurídicas, se compartan o no- y no juicios políticos.
Más allá de la emotividad y de la retórica, quedan los hechos y está ley. Los hechos son que, tras una investigación de cinco meses, el juez ha encontrado indicios de que 13 personas han incurrido en un delito cuya
pena puede llegar a 30 años de prisión. Los hechos son que, de esos 13 presuntos autores de uno de los delitos más graves que tipifica el Código Penal (castigado incluso más que un asesinato), cuatro de ellos, incluido su máximo responsable, Carles Puigdemont, han eludido la acción de la Justicia.
Los hechos son también que seis de esos 13 presuntos actores principales de la secesión ilegal de Cataluña estaban en libertad bajo fianza por decisión del propio instructor, en la mayoría de los casos en contra del criterio de la Fiscalía. Entre ellos, el instructor había dado un voto de confianza a Marta Rovira, la última en darse a la fuga
dejando plantado a Llarena el mismo día que tenía la obligación legal de comparecer ante él.
Otro de los seis encausados que estaba en libertad, Jordi Turull, aceptó el martes día 20 ser propuesto como candidato a presidente del Gobierno catalán por Junts per Catalunya y ERC, dos formaciones que no sólo llevan años haciendo caso omiso de las advertencias del Tribunal Constitucional sobre la ilegalidad de sus iniciativas independentistas sino que, pese a todo, perseveran en la misma senda: han cerrado un
acuerdo para la actual legislatura en el que, sobre la base de "los resultados del referéndum de autodeterminación del 1 de octubre" (esa pantomima declarada ilegal y nula por el TC), se comprometen a "promover el inicio de un proceso constituyente...que culminará con la aprobación de la
constitución de la República".
En un escrito presentado el pasado 9 de marzo,
la Fiscalía del Supremo advirtió de que ese acuerdo entre JxC y ERC "está claramente fuera de la legalidad constitucional y estatutaria". Esto no es un juicio político, sino jurídico: el TC ha anulado, por inconstitucionales, todos los pronunciamientos idénticos aprobados por el Parlament desde 2015.
La expresa advertencia de la Fiscalía sobre el pacto alcanzado por el sector independentista para esta legislatura, realizada en relación con la pretensión de Jordi Sànchez de ser excarcelado para concurrir como candidato de JxC y ERC a la presidencia de la Generalitat, fue con toda seguridad conocida por la defensa de Jordi Turull, entre otros motivos porque es la misma que la del expresidente de ANC.
El propio Llarena ha venido alertando en varias resoluciones anteriores al procesamiento del
riesgo de que "vuelva a reproducirse un ataque al bien jurídico tutelado por el delito" de rebelión, afirmación que basa, precisamente, en que "concurren todavía sectores que defienden explícitamente que debe conseguirse la independencia de Cataluña de manera inmediata, sosteniendo que debe lograrse perseverando en el mecanismo de secesión contrario a las normas penales que aquí se enjuicia".
De hecho, Llarena se negó a excarcelar a Sànchez por considerar que "ha revalidado su compromiso delictivo,
integrándose en una candidatura que proclama precisamente continuar ejerciendo el método de actuación que se enjuicia". Esto no tiene nada que ver con las ideas independentistas del entonces candidato a la investidura, sino con el riesgo de que -a la vista de los términos del acuerdo suscrito por sus avalistas- volviera a reincidir en el presunto delito de rebelión por el que está encarcelado.
Y, con todos esos antecedentes fácticos y procesales, Turull decide suceder a Jordi Sànchez como aspirante a la investidura.
Sin que JxC y ERC hayan cambiado una coma de su acuerdo "para la materialización de la República". ¿Qué ha de hacer el juez? ¿Ignorar que uno de los encausados en el proceso por el que tiene la obligación de velar va camino de reincidir? ¿No está en la ley el deber del instructor de impedir que el delito que investiga vuelva a cometerse? ¿Esto es ideológico?
De todos los candidatos posibles para presidir el futuro Gobierno catalán, el bloque independentista ha escogido, por este orden, a
un prófugo, a un preso y a un encausado. Es, desde luego, el ejercicio de su libertad política. Pero es imposible pedir a los jueces que no valoren esas decisiones como la expresión del propósito de poner palos en la rueda del proceso judicial, cuando no de burlarse de él.
Las causas judiciales que afectan a políticos tienen -inevitablemente- repercusiones en el ámbito político. Eso no autoriza a imputar a los jueces intenciones políticas. Nadie debería atribuírselas, por ejemplo, a la magistrada del Supremo Ana Ferrer, instructora de un proceso contra la senadora del PP
Pilar Barreiro que probablemente acabe en archivo pero que, mientras tanto, ha llevado a la parlamentaria a dejar su grupo parlamentario para adscribirse al grupo mixto con el fin de no entorpecer el acuerdo sobre los presupuestos del Estado. La instrucción de Alberto Jorge, otro magistrado del alto tribunal nada sospechoso de proclividad ideológica al PP, llevó a renunciar a sus escaños a los socialistas
Manuel Chaves y José Antonio Griñán.
Las consecuencias políticas de las causas judiciales, que se han producido siempre, no pueden atribuirse sin más a
malévolas estrategias de un instructor que, por lo demás, está controlado por una Sala de Apelación de composición plural y que compromete su propio prestigio al avalarle. Lo que sí es imprescindible es que, cuando el proceso incide en ámbitos en los que se ejercen derechos políticos dignos de protección, las eventuales responsabilidades penales se diriman cuanto antes.