Lo primero que hay que decir sobre el chiste de los seis millones de judíos en el cenicero del coche es que no tiene ni puta gracia, y eso es lo peor que se puede decir de un chiste. Otro tanto ocurre con el de Irene Villa y el cementerio de las niñas de Alcasser, un chiste tan pésimo y lastimoso que prefiero no repetirlo. Así que la primera acusación contra el flamante edil de Cultura madrileño, Guillermo Zapata, es la del mal gusto; la segunda, la mala memoria, por no recordar que hacía dos o tres años había dejado esos comentarios colgando ahí, a la vista de todo el mundo; y la tercera, ya imperdonable, pedir disculpas. Ninguno entre las docenas de concejales del PP y cachorretes de Nuevas Generaciones que se han hecho fotos con la bandera franquista alzando el brazo al estilo fascista jamás ha pedido disculpas. Seguramente porque lo del brazo alzado no era ningún chiste. Una cosa es hacer chistes sobre judíos y otra es ser nazi.
La verdad es que aquellos chistes malos venían entrecomillados por una razón: hace unos años Zapata le hizo una entrevista a Nacho Vigalondo en la que ambos intentaban explorar los límites del humor. Compartieron chistes bestias en twitter y la conversación se les acabó yendo de las manos. Por medio se metió la propia Irene Villa, quien llegó a confesar en un tuit: “Mi chiste favorito es el que me define como mujer explosiva”. La extraordinaria intervención de Irene me recordó a un amigo mío que un día estaba contando chistes de inválidos y entonces alguien intervino para avergonzarle y decirle que no lo haría si tuviera un familiar en esa misma situación. “Ese chiste” replicó mi amigo “me lo contó ayer mi hermana que, por cierto, es tetrapléjica”. Y se acabó el chiste.
Cuando alguien empieza a hablar de los límites del humor, de la sensibilidad, del respeto y de la corrección política, entonces lo mejor es callarse. Porque la discusión es bien sencilla: el humor no tiene ningún límite, ninguno. Hagan la prueba y verán que, salvo casos muy, muy excepcionales, no hay chiste, monólogo, gag o lo que sea que no ofenda a algún colectivo: judíos, negros, mujeres, políticos, gordos, homosexuales, lesbianas, escoceses, catalanes, madrileños, vascos, andaluces, abogados, músicos, niños, cornudos, impotentes, militares, ancianos, borrachos. Anthony Burgess contaba que, de niño, en la taberna que su tío tenía en Manchester había oído un chiste que para él era la quintaesencia del humor negro: un amigo va a visitar a otro, se les hace tarde y, como el tipo vive en el otro extremo de la ciudad, su amigo le dice que puede quedarse a dormir en el cuarto de su hijo pequeño; el amigo accede, y a la mañana siguiente, cuando están desayunando, el amigo le pregunta: “¿Dormiste bien?”. “Sí, pero el culo de tu hijo está muy frío”. “No me extraña, lleva tres días muerto”.
Homosexualidad, estupro, pederastia, abuso paterno, necrofilia: es difícil encontrar más tabúes vulnerados en unas pocas líneas. Ni siquiera Ricky Gervais, en su célebre experimento sobre los límites del humor, ha llegado tan lejos. Ese es precisamente el poder del humor, el de derribar barreras, mostrarnos que en realidad no hay nada sagrado: ni el sufrimiento, ni la muerte, ni el sexo, ni la religión, ni el humor mismo. En un momentáneo olvido de uno de sus mantras favoritos (“no opino lo mismo que tú, pero daría mi vida, etc”), Esperanza Aguirre ha pedido la cabeza de Zapata por un desafortunado chiste antisemita, cuando hace apenas unos meses defendía, junto a la plana mayor del PP, el derecho de los humoristas de la revista Charlie Hebdo a burlarse de Mahoma, de Alá y de Dios bendito. Debe de ser que en el PP todavía piensan que la libertad de expresión la trae en el pico una cigüeña que viene de París.
Al igual que muchos otros temas (el machismo, el racismo, el terrorismo, el maltrato, la violación, la religión, la discapacidad física o psíquica), el Holocausto es uno de esos arrecifes donde muchos chistes naufragan: únicamente los mejores (Woody Allen, Sarah Silverman, el propio Ricky Gervais) pueden salir airosos. Pero no hay que olvidar que, como bien saben los historiadores del Holocausto, las propias víctimas fueron las primeras en intentar reírse de su desgracia. Una vez mi amigo Javier Blanco Urgoiti contó cómo, en la interminable cola de espera para entrar al memorial de Auschwitz, dijo en voz alta: “Hay que reconocer que con los alemanes esto estaba mucho mejor organizado”. Otro buen amigo, Ricardo Ruiz de la Serna, se rió con ganas y le felicitó a pesar de (o quizá por) ser judío y además historiador del Holocausto. “Eso es” dijo “lo que yo llamo humor yiddish“.