Una vez más, la banalización del Holocausto domina la agenda mediática en España, aunque sea un par de días. Entre los casos más recientes de los últimos años recordamos el de Llamazares, cuando se negó a acudir al acto de recuerdo de las víctimas del Holocausto en 2003; o el de Nacho Vigalondo, que se hizo el gracioso diciendo que el Holocausto era "un montaje". Ahora es el ya concejal de Cultura del Ayuntamiento de Madrid, Guillermo Zapata, quien se dedicó en 2011, en aparente implicación en el debate sobre los límites del humor a raíz de las bromas de Vigalondo, a hacer chistes sobre la Shoá, Marta del Castillo e Irene Villa. En su disculpa, Zapata viene a decir que el uso de Twitter descontextualiza el mensaje. A veces, el mensaje es el medio, y prestarse a debatir sobre la mofa de un tema tan profundo e importante en el imaginario colectivo europeo en un foro como Twitter demuestra, cuanto menos, que el cargo le viene grande, muy grande.
Es cierto que al único que no le salió gratis reírse del mayor crimen de la historia de la Humanidad fue a Vigalondo –para que luego digan que las empresas no tienen sentido de la ética–. En toda Europa –no digamos ya en EEUU–, lo que hizo Llamazares y los tuits que Zapata publicó en su día, hermanos ideológicos sobre todo en eso de la protesta selectiva –a ver si se atreven con algo de Siria, o de Daesh–, supondría la muerte política de ambos. Porque en el Viejo Continente, en países como Alemania, Polonia, Austria u Holanda, saben que lo que pasó hace 70 años –anteayer en términos históricos– no es carne de bromas ni banalizaciones. Al menos no para los representantes públicos, que entre otras misiones tienen la de evitar que algo así vuelva a suceder.
Los representantes políticos de cualquier país serio saben, además, que el Holocausto no fue un problema, o patrimonio exclusivo, de los judíos. El Holocausto fue, y es, un problema humano: no sólo seis millones de judíos, ajenos al conflicto armado, fueron exterminados; también un millón de gitanos, homosexuales y disidentes políticos fueron víctimas de los designios de un movimiento que hizo de la eliminación física del diferente objetivo político. Elie Wiesel lo definió claramente: "En el Holocausto (...) no sólo murieron judíos, también murió la condición humana".
Zapata puede decir en su casa, o de cervezas con sus amigos, lo que quiera. Sin embargo, ahora le pagamos todos, nos representa –nos guste o no– y se va a encargar de algo tan importante como la Cultura de la capital de nuestro país. En la definición de cultura de Goudenough (aquello que realmente necesitamos saber o creer en una determinada sociedad de manera que podamos proceder de una forma que sea aceptable para los miembros de esa sociedad), es inaceptable. Al decir de la concejala socialista María del Mar Espinar, no es aceptable debatir sobre la cultura del odio, porque el odio no es cultura.
En definitiva, los tuits de Zapata, que tampoco se olvida de mofarse de Marta del Castillo o de Irene Villa, dan asco, como dice Antonio Muñoz Molina. Y miedo. El debate no reside, pues, en perdonarle a Zapata sus tuits; la cuestión de fondo es, también, la valía del sujeto para el cargo: alguien que, según su disculpa, sólo quería entrar en el debate sobre los límites del humor en referencia al Holocausto no es apto para ser concejal de Cultura de un país europeo.
Guillermo, vete a casa a seguir tuiteando.