DIA sigue siendo una de esas historias que mueven pasiones: por un lado tienes una red de supermercados bien arraigada y un nombre que a muchos les evoca precio, proximidad y conveniencia; por otro, una estructura financiera que da más de un dolor de cabeza a cualquiera que la mire con lupa. La parte comercializador-retail le da potencial para crecer, especialmente en el nicho de proximidad, pero no puede ignorar que la competencia (Lidl, Mercadona, Carrefour) no es precisamente blanda.
En sus últimos resultados, la empresa ha recuperado algo de tracción en ventas comparables, apoyándose en la mejora del surtido, su marca blanca y los clientes que valoran precios bajos. Esa recuperación no es menor: demostrar que puedes ser rentable como supermercado “barato” sin quebrar es un logro. Pero ojo: los márgenes están muy apretados, y cualquier corrección de precios o subida de costes energéticos o logísticos puede morder bastante.
Otro elemento espinoso es la deuda. DIA ha sido históricamente una compañía endeudada, y aunque ha hecho esfuerzos para reducir su pasivo, sigue teniendo una carga financiera significativa para el tamaño del negocio. Eso limita su capacidad para invertir de forma agresiva en crecimiento o en modernización de tiendas sin asumir riesgos elevados, sobre todo en un mercado tan competitivo y fragmentado.
Además, no conviene olvidar el riesgo regulatorio y operativo: abrir tiendas nuevas, gestionar almacenes, optimizar la cadena de suministro… todo eso cuesta dinero y no es tan escalable de forma sencilla como podría parecer. Si DIA quiere competir en serio, necesita una transformación real, no solo crecer por metros cuadrados sino mejorar su eficiencia y su propuesta al cliente.
En definitiva, DIA puede copiar un modelo “valor y volumen” con sentido, pero no es una apuesta segura. Tiene potencial para aquellos que creen en su capacidad para sobrevivir y reconstruirse, pero para los inversores más prudentes es más un proyecto con riesgo estructural que una jugada de rápido despegue.