Empezaré con una de las muchas frases juiciosas que Gilbert Keith Chesterton nos "regaló" a lo largo de su no muy larga vida. Esa en la que observa que "cuando se deja de creer en Dios, enseguida se pasa a creer en cualquier cosa", o sea, que cuando se deja de creer en un Dios "con mayúscula", luego no es que uno se haga ateo, sino que pasa a creer en cualquiera de los múltiples "diosecillos" menores, o sea, en cualquiera de las muchas cosas que pasan a ocupar en nuestras mentes el papel o la posición que antes ocupaba el "auténtico" Dios.
Sin necesidad de forzar mucho su sentido, creo que la observación chestertoniana, a la que podemos llamar Trampa del descreído, puede usarse también fuera de la Teología, por ejemplo en la Sociología o en la Política. Tengo para mí que cuando la "gente" deja de creer en esos dioses terrenales que son las élites políticas, empresariales, sociales y culturales que dirigen una sociedad a consecuencia de su comportamiento estúpido, excluyente y rapiñador, entonces no es que el pueblo, la gente, recoja el testigo como soñaban los viejos ácratas revolucionarios y decida ponerse colectivamente al duro trabajo de gestionar responsable y de modo autónoma los asuntos públicos (o sea, sin recurrir a otras élites sustitutivas), sino que -todo lo contrario- otorga su confianza a cualesquiera nuevos engañabobos cuyo único mérito es el de gritar de modo más estentóreo que otros contra la vieja y corrupta élite, pero que, en el fondo sólo aspiran a quedarse con lo poco de lo público que ésta haya dejado indemne.
Por decirlo de otro manera, la Trampa del descreído de Chesterton pondría en cuestión la idea, tan cara a Vilfredo Pareto, de los procesos históricos como "circulación de las élites", de la historia entendida no como Marx, como "lucha de clases", sino como "cementerio de las élites" en la medida que la historia sería el registro de las formas en que se habrían producido esas sustituciones o "circulaciones" de las élites cuando una nueva élite sustituía a otra porque esta ya habría dejado de serlo. No las élites no se sucederían unas a otras siendo las "nuevas" élites tan "buenas" cualitativamente como lo fueron en su tiempo las viejas a las que sustituían, sino que, más bien, se observaría por lo común una degeneración o decadencia progresiva hacia la mediocridad: las "nuevas" élites serían como dioses de inferior categoría o cualidad que los que sustituían cuando la gente, el pueblo. dejaba de creer en ellos.
Señalar el increíble desprestigio de las élites sociales de todo tipo y en todo lugar es cosa común en los tiempos que corren. Desprestigio ciertamente ganado a pulso. Se mire donde se mire es difícil encontrar en ningún país a dirigentes que gocen del respeto, autoridad y prestigio generales por su buen comportamiento en la gestión de los asuntos públicos. El desdoro de las clases política, empresarial e intelectual es hoy como he dicho aceptado con generalidad. La mediocridad y la estupidez cuando no la más vulgar de las rapiñas caracterizan hoy a las élites que ocupan los espacios del poder de nuestras sociedades. Y, consiguientemente, el descrédito, la desconfianza hacia los líderes políticos campea en todas las sociedades. Nadie cree ya en esos dioses. El problema es que, en un lugar tras otro, han ido apareciendo para ocupar sus puestos otros increíblemente aún peores.
Hay, no obstante, algunos casos, algunas sociedades, donde ese descrédito hacia sus élites políticas, sociales, económicas y empresariales no sólo no es nada nuevo, nada reciente, sino que se pierde en su historia en la medida en que esas sus élites han superado en corrupción y mal comportamiento todo lo imaginable "desde siempre". Sociedades en que esa circulación o sustitución de las élites "a peor" no ha dado nunca respiro. Una de esas sociedades, uno de esos países es la Argentina. Ese país al que a comienzos del siglo XX se le auguraba un futuro prometedor, igual o más próspero que al de su vecino del Norte, los Estados Unidos, un futuro que en la realidad se fue convirtiendo en sistemática y repetida pesadilla. Y lo ha sido porque sus gentes han caído, una y otra vez, en la "trampa" de la que hablaba Chesterton, es decir, tras descreer de sus élites en un momento dado han creído una y otra vez, repetidamente, en lo que debiera haberles sido increíble, en sucedáneos aún peores. Como reacción frente a unas élites tóxicas, una y otra vez no han buscado ni encontrado otro remedio que echarse en brazos de otros gestores y dirigentes aún peores
La última edición de esta torpeza recurrente que parece estar a la vuelta de la esquina sería la elección, cada vez más posible como Presidente de la República Argentina, de un tal Javier Milei, economista de la Escuela Austriaca que se pregona anarco-capitalista-lbertario. La verdad es que no me puedo imaginar ningún otro país que no sea un país de Hispanoamérica en el que sus ciudadanos sean capaces por aburrimiento ante el repetido fracaso de sus alternantes dirigentes a recaer en el mismo error y creerse las soluciones que dice encarnar el tal Milei. ¿Cómo alguien puede otorgar su confianza como Jefe del Estado y encargado por ello de usar su poder a un libertario de mercado, o sea a alguien cuyo objetivo no es reformar, reconstruir al estado sino acabar con él "vendiéndolo" al sector privado? Es sencillamente delirante.
Milei, como es habitual entre los anarcocapitalistas, cree que hay una solución sencilla, fácil y barata y hasta justa para cualquier problema social: dejar que el Mercado lo resuelva. Así de simple.
Por ejemplo, para acabar con el problema de la delincuencia violenta a Milei no se le ocurre otra solución mejor que liberalizar la venta de armas. Como buen libertario (y, por consiguiente, mal economista) "razona" Milei así: gracias a la venta sin restricciones de armas, la gente honrada podrá comprar legalmente armas para su autodefensa. Y ello tendrá el efecto de disminuir el beneficio esperado de las actividades delictivas para los delincuentes en la medida que el coste esperado de dedicarse a atracar a la gente honrada crecerá pues se arriesgan a recibir un tiro de parte del honrado ciudadano, por lo que, lógicamente, abandonarán esas actividades para integrarse en las actividades productivas normales como forma de ganarse la vida. Dicho de otra manera, cuando la gente honrada usase de su derecho a comparase libremente armas, la interacción entre atracador y atracado, hoy absolutamente desequilibrada en favor del primero se reequilibraría: ambos estarían armados, y el efecto sería la disminución de las actividades de los "malos". Sencillo, ¿no?
Resulta increíble que este "argumento" goce de cierto predicamento entre los neoliberales. Veamos, todo el "argumento" de Milei parte del supuesto de que cuando un ciudadano honesto se arma se multiplican las probabilidades de que el delincuente que trata de atacarle acabe muerto. Pero es obvio que también aumentan, y aún más, las probabilidades de que lo mismo ocurra con el ciudadano. Dado que es de suponer que el delincuente es más efectivo en el manejo de armas que el ciudadano honesto, pues está especializado en este "trabajo", cabe suponer que ante el riesgo que corre el atracador de que el atracado le dispare primero, se dará más prisa y tirará antes de "gatillo" ante el más mínimo amago de que el atracador trata de defenderse con su arma. O sea, que las probabilidades de que los atracados sufran de una pérdida mayor (el valor de su vida) que la habitual pérdida económica en sus interacciones con los atracadores, o sea, cuando son atracados, crece si los atracadores estiman que los atracados van o pueden ir armados. Y esta probabilidad crece incluso para aquellos ciudadanos que decidan NO ir armados, pues como de salida un atracador no sabe si el ciudadano al que va a atracar está o no armado, la mínima precaución por su parte le llevaría a actuar como sí sí lo estuviese. En suma, que el mercado libre de armas y la libertad de armarse supone una externalidad negativa para aquellos que deciden no usar ese derecho.
Y lo anterior se multiplica más aún, obviamente, si la interacción es de dos a uno. Milei y todos los que están a favor de la libre venta de armas como medio de contrarrestar la delincuencia violenta tienden a suponer que las interacciones entre atracadores y atracados son de uno a uno. Ahora bien, si en vez de ser un delincuente el que se enfrenta con un ciudadano son dos, entonces la probabilidad de que el ciudadano muera si se enfrenta a los dos delincuentes es del 100% ya que aún en el mejor de los casos pudiese matar a uno de ellos, el otro acabaría con su vida. Dicho de otra manera, la respuesta racional a la posesión de armas por los ciudadanos honrados no es para los delincuentes el delinquir menos sino el de agruparse y formar "empresas" o bandas.
Y todo lo anterior sin hacer siquiera mención al "poder" de las armas sobre los individuos, a la capacidad que tienen de hacerles hacer uso de ellas sin querer hacerlo, cosa que ya traté en una vieja entrada (https://www.rankia.com/blog/oikonomia/428908-cocinas-armas-automoviles).
Y las "soluciones" libertarias de Milei no se quedan en esto sino que aparecen como remedio a cualquier tipo de problema social. Ya sea el problema demográfico, ya sea la educación, ya el del tráfico en las grandes ciudades, ya el abuso de drogas, da igual pues no hay en el fondo problema porque para todo problema hay una solución en el mercado a la vuelta de la esquina.
Largo y cuesta abajo parece haber sido el camino desde Solón o Pericles hasta Milei.