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En una de sus muchas y felices iluminaciones, Rafael Sánchez Ferlosio proponía distinguir entre el “interés del público” y el “interés público[1]. El primero –decía- “se mide siempre como interés por algo, o sea como deseo de enterarse de ello, y tiene, por lo tanto carácter subjetivo. El ‘interés público’ de algo es, en cambio, de índole objetiva, y, por lo mismo, totalmente independiente del ‘interés del público’ que llegue a concitar. De modo que el interés del público por algo puede no coincidir en absoluto con el interés público que tenga”. Y, ciertamente, el público tiene intereses que sin lugar a la más mínima duda carecen del menor interés público, por ejemplo, las andanzas de doña Ana Obregón y su (ex)gigoló que en estos días parecen acaparar un elevado interés en gran cantidad del público de este país carecen de todo interés público como hasta el más descerebrado de los ya de por sí descerebrados y mononeuronales lectores de las revistas del corazón admitiría.

 

Pero a las cualificaciones de subjetividad que tiñe la noción de interés del público frente a la de objetividad que acompaña a la noción de interés público de las que habla Ferlosio se les puede añadir un matiz que estimo importante. Así, parece claro que el interés del público remite a (o se compone de) los intereses personales subjetivos y privados (en el sentido económico de “egoístas”) que anidan en los individuos que componen el público, en tanto que el interés público remite por el contrario a los intereses que los individuos tienen cuando dejan de mirar exclusiva o egoístamente en y para sí mismos y se plantean qué es lo mejor para el colectivo, para el público en general[2]. Dicho de otra manera, el interés público remite a los intereses de los individuos cuando no persiguen su propio interés, cuando actúan y piensan desinteresadamente, cuando los individuos se conciben y definen no como entes aislados o separados de los demás sino como ciudadanos, como constituyentes de un colectivo.

 

 

El diseño institucional de una sociedad es el encargado de recoger y satisfacer en la medida de lo posible tanto el interés del público como el interés público. Respecto a esta cuestión, los economistas sabemos que el Mercado es una institución bastante eficiente (y más conforme es más competitivo) para recoger, coordinar y satisfacer los intereses del público respecto a los bienes privados, aquellos cuyo uso particular o exclusivo y no afecta a nadie más que a quien los consume. Dado que la cantidad de bienes privados no es nunca la suficiente para contentar a todo el mundo, dada la existencia de escasez, los intereses de los distintos individuos respecto a los bienes privados no son enteramente congruentes (¿cómo repartirse las cosas si todos queremos más de todas ellas?) por lo que arbitrar un mecanismo que garantice su adecuada producción y reparto tratando de compaginar esos intereses contrapuestos en la mejor medida posible no es tarea fácil. El mercado lo hace. Y una de las condiciones para que un mercado funcione eficazmente es necesario es que cada cual persiga sus propio y egoísta interés, y ello paradójicamente no es ningún problema, porque el mercado actúa, como decía Adam Smith, como una “mano invisible” que coordina y reconduce esos intereses egoístas o particulares contrapuestos de modo que se alcanza una eficaz solución colectiva[3]. Cierto que lo hace de una forma no neutral distributivamente hablando en la medida que responde y satisface los intereses privados de los distintos individuos en función de su riqueza respectiva pues la cantidad de riqueza se puede conceptuar como el conjunto de “votos monetarios” de que dispone cada individuo.

 

 

Pero, ¿cómo se recogen y coordinan los intereses de los individuos respecto a la res publica, a los asuntos generales o colectivos? Eso va a depender, por un lado, del marco institucional definido por las instituciones tradicionales y consuetudinarias (las costumbres y convenciones sociales) que determinan en muchos casos lo que hay que hacer colectivamente (p.ej., la regulación en los cruces usando las luces de los semáforos); y, en segundo lugar, del tipo de Estado que la sociedad tenga.
 
En una monarquía absolutista se supone que hay una estirpe de individuos dotados de ciertos poderes sobrenaturales que “por la gracia de Dios” son capaces de saber qué es lo que la “comunidad” quiere y necesita, y actuar en consecuencia. En una sociedad democrática, se arbitran procedimientos para llegar a conocer esos intereses colectivos mediante votaciones en las que se consulta a los individuos que la componen buscando definir cómo ha de comportarse la sociedad en los asuntos de interés general o qué normas o regulaciones han de delimitar el marco de convivencia común.
 
Ahora bien, existen muchas formas distintas de articular el funcionamiento de una democracia. No funcionaba igual la democracia ateniense que como lo hace la democracia española de hoy en día. Pues bien, en este punto, parece que el funcionamiento característico de las democracias en estos tiempos que corren se asemeja mucho al funcionamiento típico de cualquier mercado, tanto tanto que para un conjunto de economistas que se adscriben a una escuela llamada Public Choice la mejor manera de analizar el funcionamiento hoy día de una democracia es considerarla como un mercado especial, un “mercado político”, en donde los oferentes o vendedores son los políticos que ponen a la “venta” sus distintos programas y los compradores de los mismos son los ciudadanos que pagan usando de una moneda especial igualitariamente distribuida entre los mayores de edad (un individuo, un voto).
 
Desde esta perspectiva, los políticos hacen en los partidos políticos un papel similar al que hacen los empresarios en las empresas. En tanto que el objetivo del empresario es maximizar los beneficios de la empresa, el objetivo del político sería maximizar las oportunidades de ser reelegido lo que pasa por conseguir que su partido-empresa sea la más votada-comprada, y para ello los políticos-empresarios actúan como oferentes o vendedores de distintos programas políticos en los que se defienden una panoplia de políticas económicas y no-económicas que procuran respondan a los intereses (de la mayor cantidad posible) del público pugnando con otros políticos-vendedores de otros programas. Los electores, desde esta perspectiva, son enteramente similares a los consumidores en el mercado “comprando” indirectamente mediante su participación en las elecciones unos políticos y unos determinados programas y políticas públicas. En consonancia con este enfoque, las campañas electorales son enteramente similares al marketing de las campañas de ventas que hacen las empresas con toda su habitual parafernalia de publicidad engañosa, encuestas manipuladas, seducciones más o menos visibles, importancia del “look” de los candidatos y su simpatía, apelativo a las instancias emotivas e irracionales de los electores, etc., etc., siendo finalmente el día de las elecciones el gran día o feria del mercado político donde triunfa aquel “vendedor-político” que más “ventas” haya conseguido, o sea aquel que logre vender más su programa al obtener más “ingresos por ventas” o votos.

 

 

Pero el problema con esta forma de funcionamiento democrático es el de qué tipo de intereses generales se recogen con ella. Y, parece claro, el uso del símil de “mercado político” como democracia apunta ya la respuesta: al igual que en los mercados de bienes se recogen y satisfacen los intereses privados o particulares respecto a los bienes privados en un “mercado político” se recogen sólo los intereses que los individuos tienen respecto a los asuntos públicos en la medida en que el modo en que esos asuntos se resuelvan en los diferentes programas políticos afecten a sus intereses más estrictamente privados o “económicos”. Dicho de otra manera en un “mercado político” se recoge sólo el que se ha denominado interés del público, no el interés público. En efecto, los “políticos-vendedores” al ir soltando sus programas y propuestas para ganarse electores se dirigen a cada uno de ellos ofreciéndoles las propuestas que más les beneficien personal o directamente en términos “económicos”, es decir, que más se adecuen a sus intereses particulares, comportándose así en forma enteramente similar a como lo hacen los vendedores de los mercados de bienes. Venden programas políticos como otros venden jabón para lavadoras. La asunción de ese papel de vendedores llega al extremo de “personajes” como Eduardo Zaplana a quien se le escapó la consecuencia natural de esa forma de ser político y afirmo que él estaba en política para “forrarse”.

 

 

Que los políticos se dirigen de modo creciente a los intereses privados de los electores olvidando el interés que estos tengan o puedan llegar a tener por lo público resulta cada vez más evidente si se atiende a los contenidos y no sólo a las formas de cualquier campaña electoral. Todas se van convirtiendo en una suerte de carrera de descuentos, rebajas u ofrecimientos pretendiendo “comprar” al elector. Un ejemplo paradigmático de este modo de proceder nos los ofrece la sucesión de propuestas de rebajas fiscales. Ciertamente es del interés de cada individuo, de cada uno de los componentes de público tomado aisladamente, está en suma en el interés del público pagar cuantos menos impuestos mejor. En esto coincide todo el mundo sin lugar a dudas, pero también está claro es que tal política dista de ser en buena parte de los casos de interés público, pues sin ingresos fiscales la producción de servicios públicos generales se verá afectada negativamente. Dicho de otra manera, a cualquier individuo que sólo se preocupa por sí mismo, que se piensa así mismo aisladamente, le interesa pagar cuantos menos impuestos mejor; pero como ciudadano miembro de una comunidad todo individuo sabe que sin impuestos (los de él y los de los demás) la comunidad se desvanece, luego las rebajas fiscales en general[4] no son de interés público. La carrera de seducción de los electores como individuos y no como ciudadanos con propuestas como las de las rebajas fiscales es así un ejemplo de esta forma “mercantil” de concebir la democracia que se ha generalizado y a la que parece que se han sumado en mayor o menor grado casi todas las fuerzas políticas. Sorprende, a este respecto, constatar que hasta los políticos nacionalistas a los que en principio se podría considerar ajenos a esta concepción mercantil de la democracia en la medida que el “producto” que “venden” (la “identidad nacional”, las “esencias ancestrales”, el “pueblo” originario) es metafísico y de carácter público o colectivo han caído también en lo mismo y encuentren enteramente respetable el argumento de que el nacionalismo identitario es beneficioso económicamente.

 

 

Pero lo más extraño es que sabemos que esta concepción del funcionamiento de una democracia como un “mercado político” no funciona. Los teóricos de la escuela del Public Choice se tuvieron que enfrentar desde sus comienzos a algunos problemas tan esenciales como el de por qué la gente vota; cierto que no lo hace todo el mundo, pero vota en un porcentaje relativamente alto lo que es de recalcar porque si los individuos siguieran en su comportamiento como votantes en el “mercado político” la misma racionalidad con la que actúan en los mercados de bienes y servicios ninguno debiera tomarse la molestia de hacerlo, si el cuerpo electoral es lo suficientemente grande. ¿Por qué ir a votar si el peso o influencia del voto de uno es insignificante y es costoso por poco que lo sea el hacerlo?
 
La respuesta más elemental es que los individuos cuando actúan como ciudadanos no se mueven sólo por los criterios que regulan su comportamiento en los mercados, es decir, no actúan guiados por sus intereses más privados sino que se guían por sus intereses públicos, incluyendo en ellos la ideología como expresión del conjunto de valores que informan tanto cómo se percibe la realidad social como la forma en que la sociedad debiera organizarse. Por ejemplo, en una serie de estudios realizados en EE.UU. a lo largo de la década de 1980 se encontró que no existía relación entre la situación económica personal percibida y el sentido del voto, en tanto que sí que se daba una clara correlación entre el voto y la opinión que se tenía sobre la marcha de la economía en general al margen de cómo le fuera a uno en ella. Un politólogo, David Sears, ha constatado algo que debería ser tan elemental como que la ideología explica mejor el voto que el interés propio, y George Lakoff ha señalado repetidamente que la gente vota en buen grado función de sus valores : “la gente no vota necesariamente por sus intereses . Vota por su identidad. Vota por sus valores. Vota por aquellos con quien se identifica. Es posible que se identifique con sus intereses. Puede ocurrir. No es que la gente no se preocupe nunca de sus intereses. Pero vota por su identidad. Y si su identidad encaja con sus intereses, votará por eso. Es importante entender este punto. Es un grave error dar por supuesto que la gente vota siempre por sus intereses” (Lakoff, 2007: 42).

 

 

Y, finalmente, no es de extrañar la consecuencia que se deriva para los políticos de esta forma de comportarse asumiendo que la gente sólo se preocupa por sus intereses y que ellos son vendedores en el mercado político: su absoluto descrédito. Frente a un Churchill que les prometía a los británicos nada menos que “sangre, sudor y lágrimas”, nuestros políticos nos prometen bonos de compra para todas las plantas de una suerte de corte inglés repleto de bienes públicos, ¿se extrañarán acaso por ello que su reputación esté por debajo, muy por debajo, que las de los dependientes de tan afamado establecimiento a los cuales, al contrario de lo que pasa con ellos, es posible pedir cuentas y exigir cambiar el objeto que nos han vendido si no cumple nuestras expectativas?

 

 


BIBLIOGRAFÍA
Ferlosio, R.S. (2000) “El deporte y el Estado” en El alma y la vergüenza (Barcelona: Destino)
Lakoff, G. (2007) No pienses en un elefante. Lenguaje y debate político. (Madrid: Ed.Complutense)
Kinder,D. & Kiewiet, D. (1979) “Economic Discontent and Political Behavior” American Journal of Political Science 79, pp.10-27

 

 

 

 


[1] Ferlosio añadía otra distinción, la del “interés de Estado”, interés ya sea del aparato del estado (o de quienes lo controlan) o interés del Estado en cuanto el Estado se constituye en una institución con intereses diferentes al interés público de la comunidad sobre la que se asienta. Ferlosio pone como ejemplo el deporte como actividad profesional que, ciertamente, nunca puede ser de interés público (¿cuándo se ha visto que en asuntos de deporte se razone desinteresadamente cuando lo primero que se pregunta es tú con quién vas o de qué equipo eres?) aunque puede ser de interés del público o de una buena parte del mismo (caso del futbol) pero que, adicionalmente, se constituye en “interés de Estado” en las competiciones internacionales en las que el estado el Estado actúa movido por razones de “prestigio” como si fuera un particular.
[2] Una cuestión de extraordinaria importancia es la de si se puede construir alguna regla de decisión colectiva que sea capaz de agregar los intereses de cada uno de los miembros de una comunidad de modo que defina de modo siempre concluyente cuál es el interés del público o el interés público. La respuesta, lamentablemente, es negativa. K. Arrow, premio Nobel de Economía, demostró que no existe ninguna regla de agregación de las preferencias individuales (o sea de los intereses individuales) que cumpla una serie de condiciones elementales imprescindibles. La regla de decisión democrática por mayoría simple a la que estamos tan acostumbrados es una regla de decisión tan problemática como cualquiera otra en la medida que no excluye que pueda haber situaciones en la que el resultado de su uso sea contradictorio, es decir, que por ejemplo el uso de la regla democrática no excluye que en alguna circunstancia la sociedad prefiera la política A a la B, y esta a la C, pero que la C sea socialmente preferida a la A, por lo que no se sabría qué política es la mejor.
[3] Lo cual parece en principio algo casi mágico, pues de lo que no hay duda es que los intereses particulares respecto a multitud de asuntos serán contrapuestos entre sí. Y de ahí, el uso que hace Smith de una “mano invisible” armonizadora de esos intereses privados. Recuérdese la famosísma frase de Smith: en el mercado, no es por la benevolencia del cervecero, del panadero o del carnicero con nuestras necesidades por la que obtenemos de ellos el pan, la carne o la cerveza, sino que si esos productos y una miríada más llenan nuestras alacenas es por la persecución que hace cada uno de su propio y egoísta interés: quieren el dinero que tenemos.
[4] Lo que no quiere decir que la política fiscal esté siempre definida de modo eficiente. Si no lo está, una rebaja fiscal acompañada de mejoras en la eficiencia puede ser una evidente mejora.

 

 

 

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