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Coincidieron la semana pasada dos fiestas tradicionales en este país, las Fallas valencianas y la Semana Santa. Independientemente de su contenido, el de la primera claramente “pagano ” y el de la otra religioso (aunque en estos tiempos sólo en “apariencia”), lo que me sorprendió una vez más fue que ambas parecían ser ejemplos evidentes de “despilfarro económico”, cosa que por otro lado parece ser consustancial con toda fiesta que se precie y merezca ese nombre con propiedad, ya se trate de los sanfermines de Pamplona, las fiestas de toros “embolaos” o de fuego en tantas localidades levantinas, las de moros y cristianos, engendros modernos como los fiestorros de la cabra defenestrada desde el campanario de la iglesia de Manganeses de la Polvorosa o similares pero tradicionales como la fiesta del toro asaeteado de Coria, en todas hay un conjunto de elementos comunes que remiten a lo mismo: al despilfarro, al derroche, al dispendio de recursos, al uso aparentemente absurdo del tiempo, del dinero, de los bienes y de los cuerpos y almas de la gente que participa activamente en ellas. Pero quizás esta conclusión sea demasiado precipitada y en todas estas fiestas haya elementos utilitarios que atenúen, compensen o reviertan el evidente derroche, así que lo primero es indagar si esas fiestas son realmente un despilfarro. Y ello remite en primera instancia a plantearse la cuestión de qué es el despilfarro económico y de si realmente lo hay o es posible que lo haya, es decir, si cabe hablar en Economía de actividades humanas derrochadoras, lo cual -frente a lo que pudiera pensarse- no está ni mucho menos tan claro como parece a primera vista.

Una actividad es despilfarradora económicamente cuando es improductiva, es decir cuando tiene un coste de oportunidad, cuando usa o consume recursos escasos que podrían dedicarse a otros usos alternativos, pero –y esto es lo importante- no genera o produce un beneficio que compense a ese coste. Y, entonces, que las fiestas son costosas es algo evidente. Cualquiera que haya estado, por ejemplo, en una “nit del foc” probablemente habrá pensado mientras veía al fuego consumir esas manifestaciones “artísticas” en el elevado coste económico tanto directo (los fuegos artificiales, la elaboración de las propias fallas, etc.) e indirecto (los costes externos de oportunidad asociados a la alteración de la vida cotidiana en una ciudad[1]) que ese festejo supone. Y lo mismo pasa con las procesiones de la Semana Santa. Como antiguo hermano de algunas cofradías de la Semana Santa de mi ciudad de origen –Cuenca-, sé de los costes que implica la pertenencia a una cofradía. Pero la cuestión es de si a cambio de esos costes, los participantes activos en este tipo de festejos obtienen a cambio “algo”: un placer una satisfacción una experiencia estética… lo que sea, cuyo valor les compense los costes en los que incurren, puesto que el mero hecho de que esas actividades festeras sean costosos no significan que sean un despilfarro. Habría, pues que buscar en el otro lado de la balanza a ver si aparecen elementos que conviertan estas fiestas en actividades económicamente racionales aunque uno pueda dudar de su razonabilidad. Ahora bien, dado que siempre es posible encontrar utilidad a algún comportamiento observable, pues basta para ello con suponer una “preferencia” por el mismo, siempre va a ser posible acudir a la existencia de factores compensadores de los costes de esas actividades a primera vista tan dilapidadoras por lo que la conclusión sería obvia: no habrá nunca actividades privadas[2] despilfarradoras[3]. Y la razón de ello estaría en que, por definición, para la Economía todo individuo es racional instrumentalmente o económicamente hablando pues todo el mundo siempre tratará de alcanzar unos objetivos (satisfacer sus gustos y preferencias, sean estos los que sean) con el mínimo coste. Dicho de otra manera, al ser las actividades despilfarradoras completamente irracionales desde el punto de vista económico, ningún agente económico las haría pues todos son racionales desde el punto de vista instrumental. Se podrá juzgar y cuestionar, como se ha dicho, la razonabilidad de algún comportamiento privado pero de lo que no cabría dudar es de su racionalidad. Esa es la salida que esgrimirían la mayor parte de economistas cuando se cuestionase la racionalidad de un comportamiento como el de quemar unas fallas que han costado mucho dinero: se trataría de un comportamiento enteramente racional económicamente hablando, calificativo éste que se le otorga a partir del solo hecho de suponer que el colectivo de falleros está dotado de una preferencia o un gusto diferencial por la “experiencia” de quemar cosas tal que está dispuesto a quemar literalmente los frutos de su trabajo y su dinero.

Ahora bien, tal “salida” teórica para enfrentar el problema de las fiestas dispendiadoras dista evidentemente de ser válida. Más que una explicación racional de los comportamientos no es -si se mira bien- sino una racionalización ex-post de los mismos, una justificación carente de cualquier validez metodológica por la sencilla razón de que siempre puede usarse de ella para “explicar” cualquier comportamiento (si abusando del lenguaje a este tipo de “argumentación” se le concede el calificativo de explicación). Así, para un economista que se adscribiese a este modelo de “explicación”, el comportamiento de un suicida no sería probablemente razonable, pero sería sin duda racional desde un punto de vista instrumental y económico, fruto de un proceso de maximización de utilidad describible o expresable matemáticamente, es decir, dicho de forma sencilla un suicida se suicida porque prefiere hacerlo, lo cual evidentemente no es decir nada[4]. De igual manera, acudir a la existencia de una preferencia de los falleros por quemar sus fallas en un día concreto del año como “justificación” de la racionalidad instrumental de la fiesta fallera y, por tanto, de la consideración como actividad económicamente sensata no improductiva, tampoco es decir nada, pues al margen de la necesidad de explicar la presencia de ese deseo por quemar bienes en los falleros habría que explicar además porqué en los demás días del año no se lo ve en acción pues no se suele ver a los falleros quemando sus demás posesiones[5].

En la búsqueda de otras justificaciones para la racionalidad económica de este tipo de fiestas que no sean un mero “juego de manos” lingüístico en que se pretende que se explica algo sólo porque se usa de una jerga pretendidamente “científica”, se puede recurrir a Thorstein Veblen. Para Veblen, ya tantas veces citado en este blog, el comportamiento despilfarrador característico de este tipo de festejos sería un ejemplo prototípico de lo que él llamaba consumo conspicuo, que sería, por un lado, un consumo señalizador o indicador de la posición social que un individuo o grupo de individuos ocupa en la escala social pues sólo aquellos que tienen de sobra pueden permitirse derrochar; y, por otro, la forma de superar a otros en la competencia posicional por ascender en esa escala social, en la medida que se ha llegado más arriba en esa escala del prestigio social conforme más pueda demostrarse estar al margen de las presiones de la necesidad. Los comportamientos derrochadores podrían por tanto ser “productivos” desde la perspectiva de los individuos o de los grupos que participan en esas competiciones en la medida que a los individuos les interesa y valoran estar o sentirse por encima de otros en la escala social, pero no serían productivos desde un punto de vista social, pues cuando se contempla la escala de las posiciones sociales desde un punto de vista general resulta patente que siempre habrá alguien ocupando cada uno de los puestos de esa escala dando igual quien sea el que ocupe una posición determinada. Por el contrario, lo que sí importaría desde un punto de vista general es que en la pugna por ascender posiciones en la escala del prestigio social se gastase (o malgastase[6]) cuantos menos recursos mejor. Aplicado este modelo interpretativo a las fiestas dilapidadoras está claro su utilidad. Así por ejemplo, en el caso de las fiestas falleras, las fallas de los distintos barrios están en competencia las unas con las otras (separadas eso sí en grupos o divisiones como sucede en el futbol), y obviamente la ventaja en cada grupo la suele tener aquella falla que más “invierte” o gasta elaborando unos “ninots” más sofisticados y aparatosos. De nuevo, desde un punto de vista general, da igual que la falla que gane en el concurso sea una u otra, y más bien lo adecuado sería que la competición fallera estuviese regulada de modo que en ella se gastase lo menos posible en algo que luego va a arder en menos de cinco minutos. De la misma manera, y aunque no existe una competencia declarada similar en el caso de las cofradías, la competencia por vestir con telas lujosas y adornar unas estatuas de madera con joyas y piedras preciosas también suele ser un elemento presente en el curioso mundo cuasipagano de las semanasantas. En suma, que el enfoque de Veblen una vez más demuestra su relevancia para aproximarse al entendimiento de los comportamientos sociales.

Pero aun siendo muy valiosa la explicación vebleniana, no parece sin embargo agotar este fenómeno de las fiestas derrochadoras. Y no lo hace porque si bien da cuenta del fenómeno en términos de la competencia entre grupos deja de lado tres aspectos del problema. Primero, el caso de las fiestas derrochadoras donde no se produce competencia entre grupos o esta es un factor muy secundario (como ocurre en las procesiones de Semana Santa); segundo, no explica el porqué la competencia posicional no se ejerce mediante actividades claramente productivas, o sea, haciendo cosas de utilidad común en vez de quemando fallas, vistiendo imágenes o martirizando animales; y, tercero, deja sin resolver la cuestión de que qué gana un individuo cualquiera con ese derroche. Por ejemplo, qué gana el miembro de una cofradía con el derroche que supone el coste de organizar y producir el desfile de su “paso” si yendo tapado bajo su disfraz de nazareno nadie le reconoce como miembro de esa cofradía que tanto esfuerzo dedica a esa tarea. Por no disfrutar ni siquiera disfruta del espectáculo de la entera procesión estando constreñido como lo está a ir acompañando a un solo paso cuando no a ir cargando con él si, además, decide pagar[7] por salir de “bancero” que es como en mi tierra se denominan a los llamados en otros lugares “costaleros”, los sufridores que llevan sobre sus hombros los pasos.

Y, finalmente, tampoco parecen servir para mucho las “explicaciones” que pudiéramos denominar “macroeconómicas” o keynesianas. Se trata de aquellas que “explican” el derroche de este tipo de fiestas por la atracción turística que ese derroche tiene sobre los ciudadanos de otras localidades con los consiguientes efectos multiplicadores sobre la economía de las ciudades que las demandas de los visitantes suponen. Ahora bien, este “argumento”, tan repetido, tampoco de recibo al menos también por tres razones. La primera es que este tipo de fiestas antecede históricamente a la consolidación de las economías de mercado y el consiguiente surgimiento de problemas de demanda efectiva. En segundo lugar, las fiestas se hacen tanto si la economía de la ciudad va bien como si va mal, de modo que difícilmente se puede justificar las fiestas como estímulo económico. Y, finalmente, este tipo de argumentación podría sostenerse -aun de forma muy forzada- si pudiera demostrarse que los que con su esfuerzo hacen esta fiesta son quienes más se benefician económicamente con el turismo, pero no creo que sean camareros, dueños de hoteles y restaurantes y demás población ocupada en el sector turístico quienes sostengan económicamente de forma prioritaria las fiestas.

En suma, que desde la perspectiva utilitaria que informa la lógica de la Economía no resulta nada fácil dar cuenta de las fiestas derrochadoras. Y en este impasse se puede echar mano de la obra de un no economista, un autor inclasificable como George Bataille autor de novelas, ensayos filosóficos, obras pornográficas, poesía, etc., quien en unos textos metaeconómicos escritos como él mismo reconoce desde la ignorancia del saber económico convencional avanzó una hipótesis acerca de las actividades derrochadoras, de la lógica que hay detrás del consumo auténticamente improductivo, que sea o no cierta al menos resulta seductora. Bataille contraponía lo que denominaba la economía general, cuyo objetivo sería dar cuenta de los efectos del movimiento de le energía sobre la faz de la Tierra, a una economía parcial o particular, la tradicional, la que es el objeto de los economistas que pretende dar cuenta del movimiento de los bienes y servicios en las sociedades humanas. Pues bien, lo que es característico de la primera es que su problema es no la escasez –o sea, el punto de partida de la economía convencional- sino el exceso, la exhuberancia, la abundancia consecuencia del permanente flujo de energía que desde el Sol se desparrama continuamente sobre la superficie de este planeta permitiendo la expansión de los procesos físico químicos de la vida. La expansión de la vida hasta ocupar todos los lugares adonde llega ese flujo continuo de energía da testimonio de esa abundancia energética, como también lo da el crecimiento de los seres vivos, su movimiento, su reproducción y su muerte[8]. Quizás la mejor manera de intuir plenamente lo que Bataille explica es observar el movimiento continuo de los niños en un parque, sus idas y venidas sin propósito claro. Ese movimiento tan agotador para los adultos no es sino un testimonio de la energía que les sobra y han de derrocharla aunque sea en carreras y saltos sin razón. Pero, para Bataille, lo mismo que pasa en el terreno de lo biológico sucede en el social, en el terreno humano, pues a fin de cuentas los recursos económicos no son sino formas o transformaciones de esa energía. Desde su perspectiva, los sistemas económicos pueden entenderse como las diversas formas o conjuntos de instituciones sociales que los hombres establecen para gestionar ese flujo energético permanente. Y el problema social es entonces no uno de escasez sino uno de excedente, ¿qué hacer con esa abundancia energética? Los seres vivos lo hacen de distintas formas dependiendo de su edad y entorno. Desde el movimiento y el juego sin fin y sin propósito de las primeras épocas de la vida hasta la violencia, el crecimiento y la reproducción en periodos posteriores. De igual forma, las distintas sociedades utilizan formas distintas para dar cuenta de su exceso de energía. Las sociedades más antiguas, económicamente estáticas, utilizan para deshacerse de esos flujos excedentarios de la guerra y la violencia, de los sacrificios humanos y de bienes en los altares de los dioses, de las fiestas orgiásticas o de instituciones tan curiosas como el potlach. Las sociedades modernas, más dinámicas económicamente, encuentran en el crecimiento económico y en los cambios en las modas las formas más eficaces de deshacerse de esa energía sobrante. Y, también, obviamente las fiestas derrochadoras, rémoras del pasado, si bien hoy ya no serían sino un complemento de los modos más eficientes de afrontar el exceso energético, habrían de explicarse desde esta perspectiva, una perspectiva ajena a la de la economía que todo lo explica y justifica desde una perspectiva utilitaria.

Bibliografía

Georges Bataille, La parte maldita. (Barcelona: Icaria, 1987)
Peter Blickle, "'En evidente perjuicio del bien común. Las bodas campesinas en la Edad Media" en Uwe Schultz (dir.) La Fiesta. Una historia cultural desde la antigüedad hasta nuestros días. (Madrid: Alianza. 1998)
Thorstein Veblen, Teoría de la clase ociosa. (varias ediciones)

NOTAS
[1] Y ahora, a lo que parece, también de salud, pues, a lo que parece y según me dijeron mientas contemplaba la humareda negra que salía en la “cremá” de un falla, las fallas ya no se hacen como antes con madera y cartón piedra, sino con “corcho blanco” o sea un “plástico” que nada tiene que ver con el corcho y cuya combustión genera dioxinas
[2] Es de lo más habitual encontrarse con situaciones donde se produce un despilfarro de recursos como consecuencia de la agregación de las decisiones privadas. Por ejemplo, la contaminación atmosférica o del mar, que es obviamente un despilfarro de los recursos naturales, no es (en principio) el objetivo directo de ningún agente económico pues en nada beneficia a ninguno de ellos (quizás con la excepción de las empresas que se dedican a la producción de artículos que tratan de paliar los efectos de la polución). Tal inconsistencia entre la racionalidad y los objetivos de los agentes y el resultado de su agregación acontece o bien cuando el procedimiento de agregación de esas decisiones individuales no puede recoger adecuadamente todos los elementos necesarios para que se produzca una armonización entre las decisiones individuales y la racionalidad colectiva, por ejemplo, en el caso de la contaminación, el problema aparece porque no existe un propietario sobre esos recursos naturales (el aire, el mar abierto) que cobre por el uso que se hace de ellos como vertedero.
[3] Ciertamente la existencia de despilfarros en multitud de actividades privadas será evidente, pero ello será consecuencia de que los individuos por el hecho de tener que tomar decisiones en condiciones de incertidumbre respecto al futuro, se equivocará, cometerán errores. El derroche, por tanto, será una consecuencia no intencionada, no buscada, lamentable, y por consiguiente completamente distinto del derroche buscado consciente y voluntariamente típico de las fiestas.
[4] Así, decir que una persona cometería un suicidio “racionalmente” cuando el valor actual de sus expectativas de experiencias vitales actuales y futuras fuese negativo no es decir sino que un suicida se suicida cuando quiere.
[5] No está documentada una propensión mayor que la media por parte de tan singular grupo sociocultural (el de los falleros) a tirar sus televisores por las ventanas o a quemar sus vehículos. De igual manera, no parece encontrarse entre ellos un porcentaje diferencial de pirómanos o de bomberos.
[6] Incluso en interés de los propios individuos. Ello explica las restricciones sociales a muchas formas de consumo privado de tipo posicional. Así, por ejemplo, en el medioevo y el renacimiento proliferaron las leyes que regulaban el gasto que los campesinos hacían en sus en sus fiestas de boda para evitar que en la competición para tener una boda más esplendorosa acabasen endeudados de por vida (véase Blickle (1998).
[7] En Cuenca, excepto en una cofradía, el sufrir llevando un paso es un “bien” que se subasta de modo que los portadores (“banceros”) son aquellos que más dinero pagan por destrozarse los hombros y la espalda unas seis u ocho horas.
[8] En efecto, la muerte no es sino el mecanismo que la vida utiliza para hacer sitio a los nuevos seres vivos generados por la continua lluvia de energía que cae sobre la Tierra. Vivimos, paradójicamente, gracias a la muerte de los que nos han precedido.
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