Si yo fuera catalán les confieso que estaría acojonado por lo que se me viene encima. Y no me refiero a la huida hacia adelante en busca de la Arcadia independentista. Eso, además de una cortina de humo, es el legítimo deseo de algunos que creen que solos sin la compañía de otros vivirían mejor. Yo también tengo mis sueños. Me veo cuidando un huerto y a los mandos de una parrilla en un pueblo boscoso con todos mis amigos sentados a la mesa. Pese a contar con el voto favorable de mi mujer, es algo por ahora irrealizable por contumaz negativa del banco, incapaz de hacer suyo mi anhelo, de compartir conmigo una meta que seguro haría de mí no sólo un hombre feliz sino también mucho más templado y, dada mi contrastada mano con los fogones, un donante nato de felicidad: desde el carnicero, con permiso de la OMS, hasta al comensal. Pero no sé si por miedo o porque he sido educado en el respeto a las leyes, incluida la no escrita de no gastar por encima de los ingresos, he aparcado sinedie mi plan de crecimiento personal. Las mesnadas independentistas, en cambio, más que en rebeldía se han declarado en estampida ante la injusta realidad. Ni Europa, ni la Banca, ni los Tribunales domésticos o internacionales, ni mucho menos la metrópoli madrileña le van a decir a ellos lo que pueden hacer o no. Entra dentro de la épica del reto, la heroicidad de unos hombres y mujeres con un mandato autoimpuesto porque ellos, y no los demás, saben lo que de verdad le conviene a su rebaño. Eso, es lo que acojona, o debería hacerlo, al común de los catalanes. Por lo que el independentismo propone, la desobediencia a cualquier ley y orden que no les sea favorable, no esconde sino que presenta prístinamente la verdadera jaez de los impulsores del proceso soberanista. Con Artur Mas convertido en un pierrot movido por los hilos de los más ultramontanos, lo que quedó ayer sancionado es que ellos y no las urnas ni la soberanía popular de los catalanes, tienen el derecho para hacer lo que les venga en gana. Eso hoy, que andan inmersos en lo que pedante y arteramente llaman proceso de desconexión, pero ¿y mañana? Porque mañana, si quienes tienen el deber legal y moral de evitarlo no son capaces de articular una respuesta unitaria despojada de intereses electoralistas, qué es lo que les espera a los catalanes. Pues un gobierno conjurado para amedrentar a los jueces que investigan sus trapacerías agitando a alcaldes para cercar los tribunales; unos gobernantes que desprecian la opinión de una parte numerosísima de sus gobernados; que se niegan a pagar sus deudas; que tuercen la historia con tal de adaptarla a su discurso victimista; que manipulan a los escolares, fomentando un castrante monolingüismo; que dividen a los ciudadanos en buenos y malo y que, en un acto de fascismo feroz, consideran que aquellos que no comulgan con sus propósitos no merecen habitar en su tierra. Esto no es la exageración de un españolista recalcitrante. Existen demasiadas prueban verbales y escritas. La última la firmada por Jutn Pel Si y los antisistema de la CUP. Cataluña será una república por sus cojones. Así, sin más. Incumplirán cualquier sentencia de un tribunal porque no les va bien. Y, por supuesto, si los fiscales irrumpen en sus sedes en busca de las coimas cobradas durante años de tecnificado expolio, azuzarán a sus ribaldos contra ellos porque en realidad no son unos corruptos sino unos redistribuidores de riqueza con el gps de la honradez un pelín averiado.Seguramente hay que seguir los cauces legales marcados por una Contitución que no barruntó que en su indefinición y buenismo alimentaba un monstruo insaciable. Pero también habría que recordar a quienes hoy tienen la responsabilidad de acabar con este dislate que, como con los caprichos malcriados, lo grave no es lo que te pidan sino hasta dónde estás dispuesto a ceder.Lo grave para los que hoy comparten la pulsión secesionista es que cuando quieran darse cuenta, quienes hoy deciden incumplir unas leyes por interés partidista, se sentirán autorizados imponer otras a todos aquellos que no acaten sus órdenes. Y entonces, como en el poema de Martin Niemöller, será tarde. Demasiado tarde.
