La moda es la moda y ahora toca el mensaje de marketing, RECORTE que vende desde Alemania con tanto amor como mala baba.
Dentro de esta moda infumable, mientras la oposición al gobierno proponía la desaparición de las diputaciones que es administración provincial, el gobierno ha sacado una ley que quita competencias a los municipios y se lo da a las diputaciones.
Me da igual que haya vendedores de crecepelo, porque lo tengo claro que hay más probabilidad que gane PODEMOS, a que nos PODAMOS poner de acuerdo en quién, donde y el por qué de nuestra administración territorial y por eso hay que hacer "el payaso de que algo se hace o hay que hacer" para que siga un espectaCULO tan histriónico como estéril.
Mientras tanto en Alemania se ponen de acuerdo los grandes partidos para cuestiones de Estado, nosotros tenemos la Constitución por encima de tanto político frustrado que se aburre con quimeras de callejón sin salida si supiera algo de normativa básica.
Yo propongo que en lugar de hablar sobre cuestiones de taberna de pueblo de mala muerte, en los que algunos se sientan el centro del universo de cómo cambian el mundo porque son los amos, hablemos con un mínimo de rigor y empecemos por descartar simplemente en que la legislación y normativa aplicable a la administración sea ni por asomo la misma que la aplicable a la productividad de una empresa, por muy buen gestor que se sea, ya que es un absurdo y una estupidez.
Hablemos entonces de productividad y competitividad INTERNACIONAL (no de pueblo) y de que el tamaño si importa:
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El tamaño y la informalidad
El resultado es que los países menos productivos, en general, tienen demasiadas empresas pequeñas. No, esto no es una contradicción. Es verdad que las empresas pequeñas son fundamentales para la creación de empleo y para la innovación. Pero la innovación se genera sobre todo a través de la creación y destrucción de empresas, mucho más que de manera planificada dentro de una misma empresa (una gran parte de la innovación en multinacionales punteras se produce a base de comprar start-ups innovadoras, no en los departamentos internos de I+D). Las empresas pequeñas que no crecen dejan de contribuir, ya que carecen de la escala suficiente para dar el siguiente paso. El tamaño de la firma es una variable fundamental para determinar el éxito exportador —mucho más importante que el nivel de salarios, ya que la productividad y el ascenso en la escala de valor son más importantes que la competitividad salarial—.
La clave son cambios en la legislación laboral, fiscal y financiera que eliminen el subsidio implícito para las pequeñas empresas; cambios legales (y de mentalidad) que eliminen ese concepto tan extendido en España de que cuanto más se facture en negro, mejor; cambios que faciliten el acceso al crédito y a los mercados de capitales para las empresas de menor tamaño, donde el fracaso esté contemplado (y esté incluido en el coste del capital, por supuesto).
¿Por qué les cuento esto? Porque hay muchas cosas que podemos hacer para mejorar el bienestar de los españoles, tanto a corto como a largo plazo, sin necesidad de una revolución, ni política, ni geográfica, ni institucional. Claro, todo esto es aburrido, y no genera titulares. Pero es lo que podemos, y debemos, hacer.
http://economia.elpais.com/economia/2014/07/25/actualidad/1406312476_238462.html
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Ahora después de emborracharnos tanto, vamos a pensar un poco, un poco solo y con cuidado, sin forzar tanto límite:
La competitividad, esa peligrosa obsesión de Paul Krugman
LA HIPOTESIS ES ERRONEA
De hecho, sin embargo, intentar definir la competitividad de una nación es mucho más problemático que definir la de una empresa. La línea de flotación para una empresa es literalmente su línea de flotación: si la empresa no puede pagar a sus trabajadores, proveedores y obligacionistas, tendrá que dejar su actividad.
Por lo tanto, cuando decimos que una empresa no es competitiva, queremos decir que su posición de mercado es insostenible; que a menos que mejore su funcionamiento, dejará de existir. Los países, por otro lado, no cierran. Pueden ser felices o infelices con su situación económica, pero no tienen una línea de flotación bien definida. Como resultado, el concepto de competitividad nacional es engañoso.
Fue una evasiva decepcionante, pero no sorprendente. Después de todo, la retórica de la
competitividad —la visión de que, en palabras del presidente Clinton, cada nación es «como una gran
empresa en el mercado global»— se ha convertido en omnipresente entre los líderes de opinión por todo el
mundo. La gente que se considera a sí misma con conocimientos sofisticados sobre el tema da por hecho que
el problema económico al que se enfrenta cualquier nación moderna es esencialmente el de competir en los
mercados mundiales –que los Estados Unidos y Japón son competidores en el mismo sentido que Coca-Cola
compite con Pepsi– e ignoran que cualquiera podría cuestionar seriamente tal proposición. Cada pocos
meses un nuevo best-seller advierte al público norteamericano de las consecuencias directas de perder la
«carrera» del Siglo XXI. Toda una industria de consejeros de competitividad, «geoeconomistas» y
pseudoteóricos del comercio internacional ha brotado en Washington. Muchas de estas personas, habiendo
diagnosticado los problemas económicos de los Estados Unidos casi en los mismos términos que Delors
hizo en Europa, están ahora en los más altos niveles de la Administración Clinton, formulando políticas
económicas y comerciales para los Estados Unidos. Por lo tanto, Delors estaba usando un lenguaje que no
solo era conveniente, sino también cómodo, para él y una amplia audiencia a ambos lados del Atlántico.
Desafortunadamente, su diagnóstico, como guía de lo que aflige a Europa, estaba profundamente
equivocado, y diagnósticos similares para los Estados Unidos están igualmente equivocados. La idea de que
la fortuna económica de un país está determinada principalmente por su éxito en los mercados mundiales es
una hipótesis, no una verdad necesaria; y como cuestión empírico-práctica, esta hipótesis es sencillamente
falsa. Es decir, sencillamente no es verdad que las naciones líderes del mundo estén en ningún grado
importante de competencia entre ellas, o que alguno de sus principales problemas económicos pueda ser
atribuido a un fracaso al competir en los mercados mundiales. La creciente obsesión en las naciones más
avanzadas por la competitividad internacional debería ser observada, no como una preocupación bien
fundada, sino como una visión sostenida frente a una abrumadora evidencia en contra. A pesar de todo, es la
visión que la gente claramente prefiere mantener: el deseo de creer que se refleja en la tendencia, de
aquellos que predican la doctrina de la competitividad, a sostener sus puntos de vista con una aritmética
francamente deplorable.
Este artículo trata sobre tres temas:
La obsesión por la competitividad no es sólo equivocada, sino peligrosa,
sesgando las políticas nacionales y amenazando el sistema económico internacional. Este último punto es, desde
luego, el de mayores consecuencias para la política pública. Pensar en términos de competitividad conduce,
directa e indirectamente, a malas políticas económicas en un amplio rango de temas, interiores y exteriores,
ya sea en sanidad, ya sea en comercio exterior.
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Un saludo