Hannah Arendt apostaba por distinguir claramente las reglas que rigen política y violencia.
En la primera reina la palabra y la escucha a la hora de lidiar con los inherentes conflictos de la ciudad. En la segunda solo hay espacio para el silencio forzado, el grito o los lamentos; domina el rugido de los instrumentos que dañan.
En la política las decisiones se toman deliberando entre todos, sin exclusiones, con un poder de decisión equitativamente repartido. Se cuida de lo público desde lo público. Cuando domina la violencia, se impone la disciplina jerárquica, la obediencia sin discusión y la construcción del enemigo ante cualquier disidencia. Mientras, la política cultiva la amistad con el diferente, que puede y debe expresarse. Hay libertad de movimiento al pensar, al transitar por el mundo y en las diversas alianzas que se trencen. No hay bandos. La violencia en cambio son hermandades cerradas al combate; es destrucción, aunque su fin declarado sea otro más excelso.
Detesto a las víctimas que respetan a sus verdugos.