Fernando Esteve Mora
El título que encabeza la presente entrada remite, o mejor, trata de remitir, a una gran obra, el Por qué no soy cristiano de Bertrand Russell. Aunque es totalmente absurdo comparar esta entrada con el texto de Russell por razones más que obvias, me atrevo a jugar un poco con las palabras y decir que no soy ecologista por la misma razón por la que yo no soy cristiano, o sea, porque soy un economista, lo que como tal lleva a o exige proclamar que -de salida y aunque sujeto a variados considerandos y multitud de matizaciones- lo racional y a veces hasta lo mejor, hoy por hoy (o sea, en una economía de mercado), suele ser que cada uno vaya a la suya, que sea egoísta y persiga su propio interés.
No es este con seguridad un consejo cristiano, pero sí -por supuesto- que es un consejo que está de acuerdo con el comportamiento de las iglesias cristianas desde siempre, como el gran sacerdote cristiano Ivan Illich nunca jamás se cansó de señalar y de criticar. Pero dado que no quiero meterme en la cuestión de hasta qué punto son auténticamente cristianas las iglesias cristianas, me remito a lo dicho: no soy ecologista porque no soy cristiano, o sea, porque creo que en una economía de mercado todos, hasta los que se dicen cristianos, persiguen en su comportamiento, su propio interés y que -de nuevo, de salida- hay que dudar cuando alguien le dice a uno que no sea egoísta, que no persiga su propio interés. Lo cual no es óbice para afirmar que sí que hay intereses comunes y generales (el "interés público o común" del que hablaba Rousseau) e intereses particulares compartidos (el "interés DEL público" o interés agregado del que se reclaman y hablan los políticos) que chocan con los intereses privados de algunos o de muchos.
No, no soy un ecologista. Y no lo soy NO por una situación circuntancial y anecdótica, por muy reveladora que haya sido, como todo lo que ha sucedido en la última reunión sobre el cambio climático, la CPP 28, sí, esa que se ha hecho en los Emiratos Árabes Unidos en las últimas fechas. Un evidente descarado vergonzante espectáculo, un esperpento por decirlo en una palabra, que debiera de ser para todo el mundo la gota de tomadura de pelo que colmara el vaso del aguante ante el mundo ecologista. Nada menos que 100.000 personas ha "movido" el festejo con una huella ecológica superior a la del conjunto de varios países africanos en el curso de un año, gente de conciencia ecologista que se ha juntado en un país dedicado a la extracción acelerada de petróleo para hablar del cambio climático, gentes variopintas que han ido también a disfrutar gratis de los variados espectáculos y amenidades que la venta de crudo permite. ¡Dios! Pero ¿qué necesidad había de tanto avión para juntar a tanta gente hoy que las reuniones se pueden hacer telemáticamente? Pero ¿ para qué tanto espectáculo, tanta ensordecedora batucada y tanta gente que se desnuda y se echa encima pintura roja para "pretender" hacer ver que la Tierra se está muriendo de calor? (Por cierto, ¿para cuándo algún psicólogo social educado en Freud se atreverá a señalar como neurótica esa compulsiva necesidad de todo contestatario por desnudarse y/o hacer ruido en toda manifestación? No puedo aquí sino recordar con nostalgia la seriedad y circunspección de las manifestaciones de antaño de los partidos revolucionarios que sabían de la realidad y urgencia e importancia de lo que pedían. Y sabían que lo que hacían no era una fiesta, un espectáculo. La teatralización de la vida pública era entonces equivalente a su infantilización, a su desvalorización. Lo siento por tanto artista y actor que anda por ahí con ínfulas de científico o filósofo social, pero la teatralización de los problemas sociales, su conversión en farsa y fiesta y espectáculo no es una señal de boyante vida pública sino que es una señal obvia de la muerte de esa vida pública).
Que no sea ecologista no significa que no crea en la realidad indiscutible del cambio climático y de sus efectos. Es ello, repito, un hecho incuestionable que sólo desde la mayor de las incurias intelectuales puede cuestionarse. Entre las inevitables consecuencias económicas está la de que a consecuencia del cambio climático el valor de muchos de los activos del mundo va a verse irremisiblemente alterado. Pero no hay que equivocarse. El efecto del cambio climático va a ser muy probablemente asimétrico. Va, obviamente a perjudicar el valor de los activos en los países o zonas que hoy todavía calificamos como cálidas y templadas, zonas cuyas condiciones de vida se verán muy o seriamente afectadas. Pero, de simétrica manera, va a beneficiar probablemente a las zonas hoy frías que pasarán a ser climáticamente templadas. Canadá, los países del Centro y Norte de Europa y, fundamentalmente, Rusia, es previsible que se beneficien muy notablemente del calentamiento global que acompaña al cambio climático.
Sin la menor duda, entonces, el valor de los activos INMUEBLES de los países afectados negativamente por el cambio climático, como es el caso de España, va a caer radicalmente en el curso de la próxima centuria conforme el ascenso de las temperaturas, las sequías y el ascenso en el nivel de los mares convierta muchas zonas hoy habitables y valiosas, en difíciles cuando no inviables para la vida.
Desde esta perspectiva economicista (y no moral o religiosa o estética), lo que los llamados ecologistas pretenden al buscar frenar el cambio climático con medidas y políticas de austeridad (ya se sabe: el "no podemos seguir viviendo así por lo que todos hemos de apretarnos el cinturón" una vez más) es entonces evitar o impedir la desvalorización de esos activos inmuebles, y fundamentalmente los "naturales" en las zonas sujetas a sufrir de los impactos catastróficos del calentamiento global. Me imagino que los duques de Alba y Medina Sidonia, así como Mario Conde y demás propietarios latifundistas de nuestro país les estarán enormemente agradecidos por sus desvelos.
Pero, ¿por qué habría de estarlo yo cuyas propiedades de tierras y demás Naturaleza, se resumen en las que hay en las macetas con sus correspondientes plantitas de mi balcón? Es por ello por lo que no soy ecologista. Es que, como economista, no puedo serlo porque no soy propietario de nada "natural".
Bueno. No quiero exagerar. Gracias a la herencia del código napoleónico, junto con la tierra de las macetas y los centímetros cuadrados de suelo urbano de Madrid que corresponden a mi piso, soy también propietario de lo que no es de nadie y es de todos en nuestro país, de "lo común", como por ejemplo, las playas y las orillas de los ríos, así como por la vía interpuesta del sector público, soy de alguna manera también propietario de los "recursos" naturales que son propiedad del Estado, Comunidades Autónomas y Ayuntamientos. En la medida que soy copropietario con el resto de los ciudadanos de este país de algunos de sus bienes naturales, tengo un interés común porque esos recursos naturales de libre acceso mantengan su valor, así como también lo hagan los otros recursos naturales de propiedad pública. Me siento pues (algo) ecologista y me preocupa por tanto, persiguiendo mi propio interés, el deterioro de esos activos terrenales de los que soy copropietario.
Pero también resulta obvio que mi compromiso ecológico no puede ser tan fuerte, sincero y auténtico como, por ejemplo, el del duque de Alba que si quisiera podría estar andando días y días recorriendo toda España sin salir de alguna de sus múltiples fincas. No obstante, y debido a que como economista, me vea casi por definición y de salida en la obligación de defender la persecución del propio interés, algo ecologista sí lo soy como acabo de decir y defendiendo por ello la razonabilidad del principio de que "quien contamina pague", exijo por tanto que se persiga a los contaminadores pues sus actividades están depreciando las propiedades que comparto con todo el mundo.
Pero está claro que, como acabo de decir, sería mucho más ecologista si mis propiedades terrenales fueran más extensas de lo que ahora son. Y, en esa medida, estaría dispuesto a unirme al ecologismo y declararme ecologista a la vez que economista si los ecologistas, en vez de abogar solamente por políticas de austeridad que buscan rebajarme el nivel de vida para mantener el valor de las propiedades de los propietarios actuales de la Naturaleza, abogasen más bien por otras que me convirtiesen en "propietario" de las mismas, como por ejemplo políticas que propusiesen la radical expropiación y conversión en bienes comunes o al menos públicos de la mayor parte de la Naturaleza que ahora es de propiedad privada. Filosóficamente. además, esto sería lo más congruente pues la Naturaleza no es ni debe ser de nadie.
Dicho con otras palabras. Pese a lo que suelen decir, y es que la Ecología no es "cosa" de la política y debiera estar al margen de la Política porque es asunto de todos, la Ecología es o debiera ser Política, como ya hace muchos años señalara Hans Magnus Enzensberger. Y al igual que cuando alguien proclama que es apolítico, todo el mundo tiene claro que por así decirlo está señalizando que es de derechas, los ecologistas que se dicen apolíticos, son ecologistas políticos de derechas pues al tratar de conservar el mundo tal y como es, están tratando de conservarlo así mismo como hoy lo está repartido.
Se me dice, sin embargo, que mi posición no es económicamente correcta, y que todos tendríamos que ser ecologistas aunque fuésemos economistas en la medida que es de nuestro interés particular el cuidar de la Naturaleza aunque sea mayoritariamente de otros, pensando en el futuro de "nuestros" hijos. Pero este "razonamiento" hace aguas. Dudo que "nuestros" hijos puedan permitirse en el futuro el lujo de comprarles al duque de Alba y demás propietarios actuales de la Naturaleza sus posesiones, sustituyéndoles como propietarios. Y, por contra, puedo decir que la mayor parte de economistas que tienen hijos sí que piensan en ellos y han actuado en consecuencia. Y es que dado que no tienen extensos activos naturales que legarles en herencia, lo habitual es haber invertido en un activo mueble que dejarles: en su educación . Así que sí, cuando como a consecuencia del cambio climático, las condiciones de vida de la península ibérica se hagan más duras a consecuencia del cambio climático puedan irse a buscarse la vida a otros lugares, a esas zonas bendecidas por ese mismo cambio climático.
El título que encabeza la presente entrada remite, o mejor, trata de remitir, a una gran obra, el Por qué no soy cristiano de Bertrand Russell. Aunque es totalmente absurdo comparar esta entrada con el texto de Russell por razones más que obvias, me atrevo a jugar un poco con las palabras y decir que no soy ecologista por la misma razón por la que yo no soy cristiano, o sea, porque soy un economista, lo que como tal lleva a o exige proclamar que -de salida y aunque sujeto a variados considerandos y multitud de matizaciones- lo racional y a veces hasta lo mejor, hoy por hoy (o sea, en una economía de mercado), suele ser que cada uno vaya a la suya, que sea egoísta y persiga su propio interés.
No es este con seguridad un consejo cristiano, pero sí -por supuesto- que es un consejo que está de acuerdo con el comportamiento de las iglesias cristianas desde siempre, como el gran sacerdote cristiano Ivan Illich nunca jamás se cansó de señalar y de criticar. Pero dado que no quiero meterme en la cuestión de hasta qué punto son auténticamente cristianas las iglesias cristianas, me remito a lo dicho: no soy ecologista porque no soy cristiano, o sea, porque creo que en una economía de mercado todos, hasta los que se dicen cristianos, persiguen en su comportamiento, su propio interés y que -de nuevo, de salida- hay que dudar cuando alguien le dice a uno que no sea egoísta, que no persiga su propio interés. Lo cual no es óbice para afirmar que sí que hay intereses comunes y generales (el "interés público o común" del que hablaba Rousseau) e intereses particulares compartidos (el "interés DEL público" o interés agregado del que se reclaman y hablan los políticos) que chocan con los intereses privados de algunos o de muchos.
No, no soy un ecologista. Y no lo soy NO por una situación circuntancial y anecdótica, por muy reveladora que haya sido, como todo lo que ha sucedido en la última reunión sobre el cambio climático, la CPP 28, sí, esa que se ha hecho en los Emiratos Árabes Unidos en las últimas fechas. Un evidente descarado vergonzante espectáculo, un esperpento por decirlo en una palabra, que debiera de ser para todo el mundo la gota de tomadura de pelo que colmara el vaso del aguante ante el mundo ecologista. Nada menos que 100.000 personas ha "movido" el festejo con una huella ecológica superior a la del conjunto de varios países africanos en el curso de un año, gente de conciencia ecologista que se ha juntado en un país dedicado a la extracción acelerada de petróleo para hablar del cambio climático, gentes variopintas que han ido también a disfrutar gratis de los variados espectáculos y amenidades que la venta de crudo permite. ¡Dios! Pero ¿qué necesidad había de tanto avión para juntar a tanta gente hoy que las reuniones se pueden hacer telemáticamente? Pero ¿ para qué tanto espectáculo, tanta ensordecedora batucada y tanta gente que se desnuda y se echa encima pintura roja para "pretender" hacer ver que la Tierra se está muriendo de calor? (Por cierto, ¿para cuándo algún psicólogo social educado en Freud se atreverá a señalar como neurótica esa compulsiva necesidad de todo contestatario por desnudarse y/o hacer ruido en toda manifestación? No puedo aquí sino recordar con nostalgia la seriedad y circunspección de las manifestaciones de antaño de los partidos revolucionarios que sabían de la realidad y urgencia e importancia de lo que pedían. Y sabían que lo que hacían no era una fiesta, un espectáculo. La teatralización de la vida pública era entonces equivalente a su infantilización, a su desvalorización. Lo siento por tanto artista y actor que anda por ahí con ínfulas de científico o filósofo social, pero la teatralización de los problemas sociales, su conversión en farsa y fiesta y espectáculo no es una señal de boyante vida pública sino que es una señal obvia de la muerte de esa vida pública).
Que no sea ecologista no significa que no crea en la realidad indiscutible del cambio climático y de sus efectos. Es ello, repito, un hecho incuestionable que sólo desde la mayor de las incurias intelectuales puede cuestionarse. Entre las inevitables consecuencias económicas está la de que a consecuencia del cambio climático el valor de muchos de los activos del mundo va a verse irremisiblemente alterado. Pero no hay que equivocarse. El efecto del cambio climático va a ser muy probablemente asimétrico. Va, obviamente a perjudicar el valor de los activos en los países o zonas que hoy todavía calificamos como cálidas y templadas, zonas cuyas condiciones de vida se verán muy o seriamente afectadas. Pero, de simétrica manera, va a beneficiar probablemente a las zonas hoy frías que pasarán a ser climáticamente templadas. Canadá, los países del Centro y Norte de Europa y, fundamentalmente, Rusia, es previsible que se beneficien muy notablemente del calentamiento global que acompaña al cambio climático.
Sin la menor duda, entonces, el valor de los activos INMUEBLES de los países afectados negativamente por el cambio climático, como es el caso de España, va a caer radicalmente en el curso de la próxima centuria conforme el ascenso de las temperaturas, las sequías y el ascenso en el nivel de los mares convierta muchas zonas hoy habitables y valiosas, en difíciles cuando no inviables para la vida.
Desde esta perspectiva economicista (y no moral o religiosa o estética), lo que los llamados ecologistas pretenden al buscar frenar el cambio climático con medidas y políticas de austeridad (ya se sabe: el "no podemos seguir viviendo así por lo que todos hemos de apretarnos el cinturón" una vez más) es entonces evitar o impedir la desvalorización de esos activos inmuebles, y fundamentalmente los "naturales" en las zonas sujetas a sufrir de los impactos catastróficos del calentamiento global. Me imagino que los duques de Alba y Medina Sidonia, así como Mario Conde y demás propietarios latifundistas de nuestro país les estarán enormemente agradecidos por sus desvelos.
Pero, ¿por qué habría de estarlo yo cuyas propiedades de tierras y demás Naturaleza, se resumen en las que hay en las macetas con sus correspondientes plantitas de mi balcón? Es por ello por lo que no soy ecologista. Es que, como economista, no puedo serlo porque no soy propietario de nada "natural".
Bueno. No quiero exagerar. Gracias a la herencia del código napoleónico, junto con la tierra de las macetas y los centímetros cuadrados de suelo urbano de Madrid que corresponden a mi piso, soy también propietario de lo que no es de nadie y es de todos en nuestro país, de "lo común", como por ejemplo, las playas y las orillas de los ríos, así como por la vía interpuesta del sector público, soy de alguna manera también propietario de los "recursos" naturales que son propiedad del Estado, Comunidades Autónomas y Ayuntamientos. En la medida que soy copropietario con el resto de los ciudadanos de este país de algunos de sus bienes naturales, tengo un interés común porque esos recursos naturales de libre acceso mantengan su valor, así como también lo hagan los otros recursos naturales de propiedad pública. Me siento pues (algo) ecologista y me preocupa por tanto, persiguiendo mi propio interés, el deterioro de esos activos terrenales de los que soy copropietario.
Pero también resulta obvio que mi compromiso ecológico no puede ser tan fuerte, sincero y auténtico como, por ejemplo, el del duque de Alba que si quisiera podría estar andando días y días recorriendo toda España sin salir de alguna de sus múltiples fincas. No obstante, y debido a que como economista, me vea casi por definición y de salida en la obligación de defender la persecución del propio interés, algo ecologista sí lo soy como acabo de decir y defendiendo por ello la razonabilidad del principio de que "quien contamina pague", exijo por tanto que se persiga a los contaminadores pues sus actividades están depreciando las propiedades que comparto con todo el mundo.
Pero está claro que, como acabo de decir, sería mucho más ecologista si mis propiedades terrenales fueran más extensas de lo que ahora son. Y, en esa medida, estaría dispuesto a unirme al ecologismo y declararme ecologista a la vez que economista si los ecologistas, en vez de abogar solamente por políticas de austeridad que buscan rebajarme el nivel de vida para mantener el valor de las propiedades de los propietarios actuales de la Naturaleza, abogasen más bien por otras que me convirtiesen en "propietario" de las mismas, como por ejemplo políticas que propusiesen la radical expropiación y conversión en bienes comunes o al menos públicos de la mayor parte de la Naturaleza que ahora es de propiedad privada. Filosóficamente. además, esto sería lo más congruente pues la Naturaleza no es ni debe ser de nadie.
Dicho con otras palabras. Pese a lo que suelen decir, y es que la Ecología no es "cosa" de la política y debiera estar al margen de la Política porque es asunto de todos, la Ecología es o debiera ser Política, como ya hace muchos años señalara Hans Magnus Enzensberger. Y al igual que cuando alguien proclama que es apolítico, todo el mundo tiene claro que por así decirlo está señalizando que es de derechas, los ecologistas que se dicen apolíticos, son ecologistas políticos de derechas pues al tratar de conservar el mundo tal y como es, están tratando de conservarlo así mismo como hoy lo está repartido.
Se me dice, sin embargo, que mi posición no es económicamente correcta, y que todos tendríamos que ser ecologistas aunque fuésemos economistas en la medida que es de nuestro interés particular el cuidar de la Naturaleza aunque sea mayoritariamente de otros, pensando en el futuro de "nuestros" hijos. Pero este "razonamiento" hace aguas. Dudo que "nuestros" hijos puedan permitirse en el futuro el lujo de comprarles al duque de Alba y demás propietarios actuales de la Naturaleza sus posesiones, sustituyéndoles como propietarios. Y, por contra, puedo decir que la mayor parte de economistas que tienen hijos sí que piensan en ellos y han actuado en consecuencia. Y es que dado que no tienen extensos activos naturales que legarles en herencia, lo habitual es haber invertido en un activo mueble que dejarles: en su educación . Así que sí, cuando como a consecuencia del cambio climático, las condiciones de vida de la península ibérica se hagan más duras a consecuencia del cambio climático puedan irse a buscarse la vida a otros lugares, a esas zonas bendecidas por ese mismo cambio climático.