Re: España país de pandereta y genocidio
Carmen Morán Martes, 11 de Octubre de 2016 13:00 A las tres y pico de la tarde, el forense Francisco Etxeberria emergió del agujero a 50 metros bajo tierra y fue recibido con aplausos. Este domingo a las nueve de la mañana había bajado a la sima, como otros días. Buscaba los huesos de Juana Josefa Goñi Sagardía, despeñada en las profundidades del pozo junto a seis de sus hijos al iniciarse la Guerra Civil, en una suerte de aquelarre final, sin que nadie haya podido todavía aventurar un porqué. Ocurrió en Gaztelu-Donamaria (Navarra). A lo largo de las últimas semanas, se han ido encontrando en el fondo del agujero mandíbulas, fémures, zapatillas de niño, un botón de nácar... Por fin se cerraba la historia. Ahí estaban todos, como todo el mundo pensó durante décadas, aunque nadie dijo nada. El libro La sima, de Jose Mari Esparza (Txalaparta), sacó a la luz el año pasado la terrible historia. El Gobierno de Navarra ha financiado las tareas de espeleología. Joaquín (16 años), Antonio (12), Pedro Julián (9), Martina (6), José (3) y Asunción (año y medio) estaban allí abajo. “Las mandíbulas no dejan lugar a dudas”, dice Lourdes Herrasti, osteoarqueóloga, compañera de Etxeberria en la sociedad Aranzadi. Pero faltaba la madre, que estaba embarazada cuando desapareció. La familia entera quedó sepultada aquella noche de agosto de 1936. Solo se salvaron el padre y un hijo mayor, que estaban trabajando en la montaña. “Hoy solo hemos encontrado este trozo de cráneo”, decía este domingo Etxeberria al salir a la superficie lleno de barro, con los arneses aún puestos. El pesimismo ya se había adueñado de él y los familiares que se arracimaban alrededor del pozo caían también en un silencio denso. El forense aventuró que el hueso redondeado que llevaba completaría el cráneo casi entero de Joaquín. Sorpresa: al cotejarlo descubrieron en cuestión de segundos que la pieza no encajaba en ese puzle. Era un trozo de cráneo, sí, pero no del hijo mayor; tenía que ser de la madre. A Etxeberria le cambió la cara; ahora no había dudas: “Tiene que ser de Juana Josefa”. Los familiares relajaron el gesto. Nati, una sobrina nieta, tenía los ojos llorosos. Ahora espera que en la boca del pozo, bajo una gran haya, coloquen un símbolo que recuerde la tragedia. “En el Ayuntamiento de Gaztelu ya nos han dicho que habrá un nicho para ellos en el cementerio. Hay gente que nos ha pedido perdón en nombre del pueblo. No era necesario. Sabemos que los de ahora nada tienen que ver con lo que hicieron los de entonces”. Un bisnieto de la hermana de Juana Josefa pide también que otros familiares tengan la posibilidad de sacar a los suyos de las cunetas para que “se cierren las heridas y se acabe la zozobra”. “Pero necesitamos ayuda. Esto lo ha financiado el Gobierno de Navarra y el único apoyo del Estado ha sido este saco de Correos, que va muy bien, ¿eh?”, ironiza Etxeberria, mientras muestra una gran saca de lona donde sube y baja al pozo las herramientas. Faltan las pruebas de ADN, pero los especialistas de la sociedad Aranzadi ya no tienen dudas. La historia se ha cerrado. Juana Josefa era una mujer de extraordinaria belleza, según ha trascendido de boca en boca a lo largo de las décadas. Tenía 38 años cuando la mataron junto a sus hijos. Este caso fue singular porque era familia de un militar franquista de alta graduación que prometió despejar culpas y castigar a los responsables de los macabros crímenes. El juicio por el caso estuvo abierto alrededor de 10 años, pero el silencio y la falta de garantías jurídicas de aquella época pudieron más que la bravuconada del militar. No hubo manera de esclarecer lo ocurrido ni de encontrar los cuerpos. Se bajó a la sima en los años cuarenta, pero en aquella exploración solo encontraron restos de animales y vellón de las ovejas. Son muchos los rebaños que aún hoy pastorean por esa zona de montañas verdes donde ayer el sol dibujaba filigranas de otoño en las copas de los árboles. Bajo esas praderas están las casonas blancas de Gaztelu y Donamaria. Y el cementerio, que ahora recibirá siete nuevos nombres que durante décadas estuvieron mal sepultados en un pozo a 50 metros bajo tierra. EL PAÍS