El pasado mes de enero me contactaron desde un fondo de inversión que iba a gestionar la fortuna de un inversor libanés con mucho interés en traerse sus dineros a España. Querían que yo les ayudara a invertir parte de esa liquidez en las subastas.
Naturalmente les dije que no, que ni de coña, que ni siquiera me iba a reunir con ellos.
Y ello por tres motivos:
1) Hace mucho que no trabajo para ricos.
2) No me gusta perder mi tiempo
y 3) Por esas fechas yo estaba esquiando en Canadá y, en esas circunstancias, solo oír hablar de trabajo me pone a cien.
Unas semanas después me contactó un alumno de Triunfa Con Las Subastas para decirme que también a él también le habían contactado de parte del libanés, que se iba a reunir con ellos y que cuánto podía cobrarles.
Se trata de un alumno muy espabilado que ya tenía conocimientos previos del negocio inmobiliario y al que, de hecho, le va estupendamente intermediando con propiedades "prime" que les vende a ricos de Madrid y Barcelona. O sea, un tipo con mucha experiencia.
No se trata de a cuánto pueden ascender tus honorarios sino de que no te los van a querer pagar.
Los subasteros podemos ofrecer inversiones muy rentables en subastas a la gente normal, porque generamos una confianza que derriba las naturales reservas que cualquiera con dos dedos de frente tiene respecto del hecho de entregar un dinero al juzgado meses antes de que éste nos entregue el título de compra y, meses después, la posesión y las llaves de la propiedad.
Pero de verdad que es realmente muy difícil que un fondo de inversión acceda a utilizar esta vía de inversión. Lo más normal es que nos mareen, nos hagan trabajar como negros y que finalmente no participen en ninguna subasta.
Y si conseguimos que se interesen por una subasta y que participen en ella, van a querer comprar a pedo de puta y nos van a dar un tope inferior al 50% del valor de la cosa subastada. Es decir, que o compran a menos de la mitad del valor real o no compran.
Y si al final consigues comprar algo para ellos, no van a querer pagar tus honorarios hasta que hayan conseguido tener la propiedad inscrita y estén gozando de su posesión. Y ni siquiera entonces te querrán pagar. Te dirán que lo justo es pagar tus honorarios cuando la cosa esté vendida y se haya completado el ciclo de la inversión.
Yo ya he estado ahí y por eso lo se.
Por todo esto, cuando me di cuenta, en los años 90, de que los ricachones iban de ese palo, decidí cortar con cualquiera que me entrara con el argumento de su mucho dinero y de todo lo que tenía intención de invertir conmigo.
Ah, sí ¿eh?, pues ahí está la puerta, machote.
Y a otra cosa, mariposa.
Y como remate final para coronar mi rechazo frontal a perder el tiempo con las grandes fortunas, a continuación os voy a contar lo que me pasó hace unos diez años con un tipo que me contactó de parte de uno de mis mejores amigos, quien me insistió hasta la pesadez para que al menos accediera a reunirme con él.
Yo le dije que no, que no y que no, pero mi amigo me decía que sí, por favor, que era su futuro consuegro y que por Dios, que no le dejara mal.
- OK, está bien, pero te advierto que no tengo ninguna intención de aceptarle el encargo ni de buscarle subastas, comemos con él y le doy puerta.
- Sí, sí, no te preocupes, le hablas de las subastas, le explicas tus motivos y quedas como un señor.
Así que quedamos los tres en uno de los mejores restaurantes de los alrededores de Madrid, donde dimos buena cuenta de inmensas bandejas de langostinos, vinos de a 80 euros la botella, chuletones cuyos huesos habrían servido para ganar una guerra prehistórica y selecciones de los mejores dulces.
Y, como yo no soy de la escuela del comisario Montalbano, a quien no le gusta hablar mientras come, estuve toda la comida explicándole al candidato, los motivos por los que considero que las subastas no son el negocio ideal para las grandes fortunas, sino que son, al contrario de lo que la gente cree, más bien para los pequeños inversores artesanos como yo, que invertimos pequeñas cantidades de dinero -aquí un piso, allí un chalet-, siempre comprando de uno en uno y midiendo muy bien las circunstancias de cada envite.
Creo que le convencí rápidamente, de forma que el resto de la comida pudimos aprovechar para divertirnos intercambiando anécdotas.
Cuando estábamos en los cafés, se disculpó diciendo que iba al servicio y se dirigió hacia el camarero. Yo supuse que habría ido a pagar discretamente la cuenta y me olvidé del asunto.
Cuando terminamos de comer, en la puerta del restaurante, el tipo nos dio la mano, se despidió y comenzó a marchar hacia su coche, que estaba aparcado al otro extremo del aparcamiento.
Entonces, cuando mi amigo y yo caminábamos hacia mi propio coche, salió el camarero con la cuenta en la mano.
Perdón señor, pero el caballero nos dijo que pagaría usted.
En ese momento, el futuro consuegro de mi amigo pasó tocando el claxon, saludando amistosísimo y todo sonrisas.
Se me quedó una cara de gilipollas, que todavía arrastro las secuelas.
Carlos, hijoputa, esta factura la pagas tú.
Y nos echamos a reir.