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El principio de cautela como rector de políticas de salud y medio ambiente

Texto de la ponencia presentada en la mesa redonda titulada "¿Cuáles son las prioridades verdes en materia de salud?", en el marco de la I Universidad Verde de Verano, celebrada en Huesca los días 24 y 25 de julio de 2009.


Muchas de las campañas y reivindicaciones que realizan los grupos ecologistas, verdes, vecinales e incluso asociaciones médicas, científicas, etc. se basan en que se producen, comercializan o utilizan productos o sustancias sobre cuya seguridad o riesgos no existe evidencia científica contrastada pero sí hay algunos indicios o sospechas de que pudieran entrañar un peligro para la salud o el medio ambiente en general, por lo que se reclama que se prohíba o limite el uso, producción o circulación del mismo como medida de salvaguardia de la salud y del medio ambiente. En eso consiste el principio de cautela o de precaución.

Este principio está recogido en el art. 174 del Tratado constitutivo de la Comunidad Europea como una de las bases de la política en materia de medio ambiente, teniendo en cuenta que es un objetivo declarado del mismo lograr un elevado grado de protección de la salud y el medio ambiente, hasta el punto de que razones ambientales pueden relegar la eficacia de las normas de libre comercio. El principio de cautela no aparece definido ni desarrollado en ese Tratado, pero sí en otros documentos de la Unión. Así, en una Comunicación de la Comisión de febrero de 2000 se indica que se debe aplicar cuando los datos científicos son insuficientes, no concluyentes o inciertos; pero una evaluación científica preliminar hace sospechar que existen motivos razonables para temer efectos potencialmente peligrosos para el medio ambiente y la salud humana, animal o vegetal. Y se establecen también tres normas a respetar:
-que se determine el grado de incertidumbre científica por una evaluación científica completa realizada a instancias de una autoridad independiente;
-que se evalúen los riesgos y consecuencias de no actuar a escala europea;
-que, en el estudio de las posibles acciones a adoptar, participen con la máxima transparencia todas las partes interesadas.

La adopción de medidas en aplicación de este principio es una cuestión política, a decidir por procedimientos políticos; por lo tanto es algo distinto de las cautelas propias de la actuación científica. Las decisiones a acordar han de resultar del análisis de una serie de criterios:
-han de ser proporcionales al nivel de protección que se quiere garantizar; lógicamente, entendemos que debe ser un nivel elevado, en coherencia con lo declarado en el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea, y de acuerdo con el superior rango que debe tener la protección de la salud y el medio ambiente; pero ello no puede conducir a una eliminación absoluta de cualquier riesgo: p.ej., los posibles riesgos derivados de los campos electromagnéticos no pueden dar lugar a una prohibición de las líneas de alta tensión o la telefonía móvil, pero sí a una gestión que limite la exposición a que pueden estar sometidas las personas;
-no debe dar lugar a ningún tipo de discriminación (han de tratarse de forma similar situaciones similares);
-ha de ser consistente con otras medidas adoptadas para prevenir riesgos con similar nivel de incertidumbre y gravedad;
-ha de basarse en un análisis de coste/beneficio, análisis que puede incluir cuando sea pertinente el económico, pero también otros aspectos, como la eficacia de las posibles medidas, su aceptabilidad por el público, la gravedad de los eventuales riesgos, etc;
-se someterán a revisión en cualquier momento, de acuerdo con la evolución del conocimiento científico;
-debe aplicarse un sistema de responsabilidad por los daños posibles que facilite la investigación sobre los riesgos y que con carácter general no traslade la carga de la prueba a los consumidores.

Su campo de aplicación es muy amplio: protección del medio ambiente en general, de la salud pública, seguridad alimentaria. Quizás la aplicación más transcendente de este principio fue la prohibición del cultivo de organismos genéticamente modificados (OGM) entre 1999 y mayo de 2004.

Se pueden obtener algunas señales de cómo se debería aplicar y de su relevancia a partir de experiencias pasadas, sobre algunas sustancias cuyos efectos nocivos se desconocían pero sobre los cuales había algunas alertas tempranas, sospechas que se desatendieron durante mucho tiempo, hasta que la evidencia científica se consolidó, momento en que ya se habían producido daños importantes. Es el caso del amianto, del que ya hubo una primera alerta seria en 1898 que se ignoró permitiendo su uso hasta que fue innegable su relación con un tipo de cáncer, el mesotelioma, que está produciendo la muerte dolorosa de miles de europeos; hoy está prohibida su utilización, aunque se permite que los edificios que tienen ese componente entre sus materiales aislantes lo mantengan hasta que su degradación sea tal que no pueda ser reparada. Otro caso es el de los CFCs, cuyo efecto sobre la capa de ozono fue ya advertido en 1974 e ignorado hasta que fue demasiado tarde, por lo que será inevitable que en los próximos años haya un número importante de muertes por cáncer de piel. Existen multitud de casos similares: la enfermedad de las vacas locas y la sangre contaminada con el VIH en Francia son algunos de los más conocidos cuyas consecuencias letales están comprobadas.

Una aplicación paradigmática de este principio habría de ser la normativa REACH, el Reglamento (CE) nº 1907/2006 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 18 de diciembre de 2006, relativo al registro, la evaluación, la autorización y la restricción de las sustancias y preparados químicos y la Directiva 2006/121/CE, asociada al Reglamento, según fueron concebidos, para obligar a los fabricantes e importadores a evaluar los riesgos de los productos químicos que producen, importan o utilizan, a sustituir los más peligrosos y a informar adecuadamente de sus riesgos. Pero sus objetivos se han quedado muy cortos debido a la intensa campaña de lobby realizada por la industria química (con el apoyo del Gobierno Bush) durante su tramitación: de los aproximadamente 100.000 productos químicos existentes, sólo afectará a unos 30.000; los plazos para sustituir las sustancias cuyas consecuencias tóxicas se conocen son demasiado largos (en algunos casos deberían incluso retirarse del mercado ya las mercancías producidas) o incluso se puede eludir la obligación de sustitución si el fabricante alega que puede controlar sus efectos o que existen límites seguros de exposición, lo que introduce el problema de los efectos cruzados entre varios productos y el de la bioacumulación. Por otro lado, la obligación de información de la industria ha quedado muy recortada. El principio de cautela ha sido desvalorizado en beneficio de la industria cuando están en juego sustancias que pueden tener efectos negativos sobre la salud y el medio ambiente; hay que tener en cuenta que una legislación REACH fuerte tendría unos efectos positivos no sólo para la salud y el medio ambiente, también para la investigación porque obligaría a investigar sobre los efectos de las sustancias que se están utilizando; sobre la innovación y el desarrollo, porque instigaría que se buscasen sustancias alternativas menos tóxicas, con el consiguiente desarrollo industrial y su repercusión en el empleo; mejoraría la imagen de la industria; y reduciría los gastos sanitarios, de gestión de vertidos y lugares contaminados, etc. Por otro lado, el coste de implementar una legislación REACH rigurosa no sería excesivamente oneroso para la industria, ya que sería muy inferior a lo que gasta en publicidad.


Azulón hembra posándoseEl principio de cautela debería aplicarse a las peticiones de autorización de cultivos o comercialización de productos con organismos genéticamente modificados (OGM). Si ya se aplicó una moratoria en 1999, no hay razón para haberla levantado en 2004 cuando siguen planteando las mismas cuestiones o más sobre sus efectos sobre la salud de consumidores y productores; sobre otras cosechas, la biodiversidad del entorno de las plantaciones, la seguridad alimentaria, la autonomía de los productores. Precisamente en estos días está en cuestión la petición de autorización en Europa de un arroz trangénico resistente a un plaguicida, el glufosinato, sobre el que existen diversos estudios que hablan de sus efectos tóxicos sobre la salud y el medio ambiente.

En cuanto a los campos electromagnéticos, existen cientos de informes contradictorios: mientras unos niegan todo efecto nocivo sobre la salud, otros muchos dicen encontrar una relación con ciertas dolencias; de hecho, la OMS los ha clasificado como posiblemente carcinogénicos en relación con la leucemia infantil. Se ha discutido mucho sobre la imparcialidad y el método científico seguido por los informes que niegan efectos nocivos a los CEM (p.ej., estudian los efectos de un CEM intenso durante un corto espacio de tiempo, cuando el peligro principal, según los estudios del segundo grupo, estaría en la exposición durante largos períodos de tiempo a CEM incluso de reducida intensidad). La Comisión de Medio Ambiente, Salud Pública y Seguridad Alimentaria del Parlamento europeo aprobó un infome el 23 de febrero de 2009 instando una serie de medidas a adoptar tanto por la Unión como por la industria y los particulares en línea con el principio de cautela: más investigación; reducción del umbral de exposición a CEM aprobado por la Recomendación del Consejo de 12 de julio de 1999 en línea con lo que ya han hecho algunos Estados; prácticas personales para evitar o reducir la exposición; más información y participación pública; y critica las campañas de la industria para promover el uso de móviles por niños y adolescentes. No tiene sentido que la industria, y con ella las autoridades que aprueban proyectos de líneas eléctricas y estaciones repetidoras, nieguen los efectos nocivos de los CEM cuando existen numerosas alertas que cuestionan esa postura; en su lugar, y dado que tanto la electricidad como la telefonía móvil o el internet por wifi constituyen una demanda social ineludible, deben establecerse unas pautas para reducir todo lo posible la exposición a los CEM, pautas dirigidas tanto al despliegue de líneas de alta tensión y de estaciones de telefonía móvil o zonas con wifi como al uso de la telefonía móvil por los particulares.

En el campo de la seguridad alimentaria, existe una normativa reglamentaria muy detallada, pero que no impide que hayan aparecido casos como el de las vacas locas, los pollos belgas con dioxinas, el ganado engordado con clembuterol, etc. También está muy reglamentada la información a facilitar al consumidor a través del etiquetado, pero sigue siendo manifiestamente insuficiente, precisamente con el objeto de que no pueda elegir: por ejemplo, en Europa no existe la obligación de expresar el contenido en grasas trans de los alimentos ni los productos cárnicos que proceden de animales alimentados con transgéncios. Hay casos incluso en que se admite la denominación de ciertos productos de forma equívoca, para favorecer su comercialización engañando al consumidor, como el caso de un producto lácteo de una conocida marca española al que se permitió que se denominase yogur “pasteurizado después de la fermentación”, que evidentemente ya no tiene las propiedades características del yogur. Es necesario que la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) actúe siempre aplicando el principio de cautela, evitando prácticas como las que condujeron al escándalo de las vacas locas aún cuando no se conocieran con seguridad las consecuencias letales que había de tener el cambio en el sistema de alimentación del ganado. Y debe exigirse un etiquetado mucho más riguroso para que, aún si ciertos ingredientes o productos no están prohibidos, al menos el consumidor tenga la posibilidad de excluirlos de su lista de la compra.

En cuanto a la publicidad de alimentos, productos sanitarios, de cosmética, etc., existe un organismo de autocontrol, que puede prohibir la emisión de campañas publicitarias cuando el mensaje a difundir no se corresponde con la realidad o induce a engaños en cuanto a las cualidades del producto. También tiene competencias la EFSA. En ocasiones, sin embargo, se admite la publicidad de productos con un mensaje que sin ser incierto puede no proporcionar toda la información necesaria para poder valorar correctamente la bondad del producto; esto ocurre, p.ej., cuando se indica que un determinado yogur favorece un aumento de las defensas, cosa que puede ser cierta, pero no se dice que una ingesta continuada puede favorecer que el organismo tenga dificultades para continuar produciendo esas defensas por sí mismo, de forma natural, sin ayuda externa. Para evitar estos supuestos se aprobó el Reglamento (CE) 1924/2006, del Parlamento y del Consejo, de 20 de diciembre de 2006, relativo a las declaraciones nutricionales y de propiedades saludables en los alimentos, que obliga a que sólo se puedan realizar afirmaciones sobre las cualidades de salud, nutricionales, etc. de alimentos y complementos cuando exista una evidencia científica que respalde lo afirmado, y trata de evitar el consumo excesivo de algún producto. La EFSA está en la actualidad revisando las afirmaciones publicitarias de los productos afectados por este Reglamento, parece según informaciones de prensa que 66 alimentos o ingredientes han sido revisados y tiene pendientes unos 4.000 más.

Respecto a la política sanitaria, es especialmente criticable que aparezca centrada en la gestión de cómo recuperar la salud a base de tratamientos quirúrgicos o farmacológicos en lugar de centrarse en la prevención: promover prácticas saludables, tratar de eliminar o reducir la exposición a factores nocivos. Y aún que la política de prevención se centre casi exclusivamente en la administración de vacunas, algunas muy contestadas desde el propio ámbito sanitario. Tendría un coste mucho menor para el Tesoro elaborar políticas de salud pública, de prevención de riesgos sanitarios, de promoción de prácticas saludables, como serían la eliminación del tabaco en lugares públicos; reducción de la contaminación atmosférica, de suelos y de acuíferos; promover una dieta saludable con alimentos orgánicos; promover la lactancia materna; el ejercicio físico; reducir el consumo de alcohol; protección de la salud en el trabajo; entornos saludables (ciudad verde, lugares para pasear libres de tráfico...) que centrarse en una política basada casi exclusivamente en el recurso a la industria farmacéutica. Y es fundamental la formación y la información: si se informase al público de la relación entre mapas de cáncer, de enfermedades respiratorias y de alergias con los mapas de contaminación ambiental, seguramente se sería más exigente con los controles a las emisiones de las industrias y se utilizaría más transporte público; si hubiese una mayor educación sexual y de la afectividad probablemente descendería el número de abortos de adolescentes.

Una política que aplique el principio de cautela se basa en gestionar riesgos, en adelantarse para evitar que aparezca el daño actuando incluso cuando el peligro concreto no está bien definido y sólo existe alguna alerta temprana. Trata de evitar que haya que gestionar las crisis derivadas de resultados lesivos por no haber adoptado medidas preventivas a tiempo, en una fase temprana del conocimiento científico del daño. Exige políticas más activas e intuitivas, más imaginativas, en lugar de dejarse llevar por la urgencia del momento y la mecánica impuesta por lo establecido, por el “ir tirando”, y los dictados de la industria. Exige mucha participación pública, mucha información y formación (que son el mejor antídoto contra la corrupción, la pereza mental y la demagogia).

Ha de tener un complemento en una estructura administrativa que facilite que a todos los profesionales les llegue la información sobre riesgos, productos prohibidos, prácticas a promover, etc; y que existan unos órganos de inspección y de control eficaces, y que se prevean unas sanciones disuasorias, para castigar y eliminar las prácticas que eluden el cumplimiento de las instrucciones aprobadas. No es admisible que numerosas industrias realicen vertidos o eliminen los filtros cuando saben que no actúa la inspección, o que si actúa no se tramitará la denuncia, o si se tramita la sanción será una multa por cantidad irrisoria. O que el ginecólogo/la ginecóloga siga facilitando la publicidad (prohibida) que le haya facilitado alguna asociación interesada de unos tratamientos hormonales para la menopausia cuando se conocen los efectos secundarios que tienen.

El reverso de una política basada en el principio de cautela sería la atribución de responsabilidades civiles a quien crea el riesgo sin haber examinado previamente y de forma adecuada sus posibles consecuencias y sin informar de los que pudiera haber conocido al público y las autoridades; en España ese sistema de responsabilidad civil en que el productor responde por los riesgos que crea está muy limitado, hasta el punto de que está exonerado de los riesgos del desarrollo (es decir, de los daños causados por un producto que no se podían prever en el estado de la ciencia al momento de la comercialización) excepto en el caso de medicamentos, alimentos o productos alimentarios para el consumo humano, en que sí se responde de los daños aunque el riesgo no fuese conocido. Por otro lado, persiste la obligación de la víctima de probar el nexo de causalidad entre el daño y el producto, que se exige con un grado de certeza que hace prácticamente inviables muchas reclamaciones, como se ha demostrado con las demandas formuladas contra las tabacaleras. Deberían modificarse las Directivas que regulan la responsabilidad por los daños causados por productos defectuosos para que el productor sea responsable de los daños incluso cuando no haya conocimiento científico sobre sus riesgos al momento de la comercialización; deben ampliarse también los plazos en que está vigente la acción y facilitar la prueba a la víctima. También sería conveniente un sistema de class actions como el de Estados Unidos, en que se puede reclamar por el conjunto de víctimas de un producto para solicitar no sólo una indemnización calculada al céntimo en función de los daños probados por cada una, sino que incluya también la posibilidad de indemnizaciones punitivas de cuantía muy superior en función del grado de negligencia o imprevisión del responsable.
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