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Reclamaciones, negociaciones y racionalidad.

En la anterior entrada de este blog me referí a un caso en que la entidad financiera demandante, una de las grandes en España, se negó a aceptar un acuerdo que parecía bastante razonable, y prefirió seguir adelante con un pleito cuyo resultado, por muy favorable que le fuese al final, necesariamente habrá de ser peor que lo que se le ofrecía, dadas las circunstancias personales y patrimoniales de la cliente. Aparentemente, esta entidad tomó una decisión irracional; y no es la primera vez que me sucede, en los últimos meses ya me he encontrado con varios casos en que ocurrió algo parecido, lo que me ha llevado a reconsiderar algunas cuestiones sobre las bases de toda negociación y lo que se persigue cuando se formulan reclamaciones extrajudiciales y/o judiciales por determinadas sociedades.

Cuando llega un nuevo cliente al despacho para exponer su caso y plantear su posible defensa es preciso analizar diversos aspectos del problema. Por una parte, debe estudiarse la parte jurídica: si la reclamación está bien fundada jurídicamente, si hay posibilidades de defensa; en este caso, qué posibilidades reales hay de éxito. Por otro lado, tenemos que considerar el aspecto económico: los costes que tiene la defensa; cuál será el resultado final probable del pleito, en el caso de que se gane y en el caso de perderlo; qué pasa si renunciamos a toda defensa. Con todo ello, hay que formular un resumen de los riesgos que se asumen en cada una de las diversas posibilidades de actuación (oponer defensa o no hacerlo; en el caso de defenderse, una defensa de todos los aspectos posibles, cuando hay más de uno, o sólo de los que tienen mejor defensa), con sus costes y ventajas posibles.

Dentro de esas posibilidades de defensa, hay que tener siempre en cuenta la vía de la negociación, de llegar a un acuerdo transaccional. De todos es conocida la máxima "vale más un mal arreglo que un buen pleito" que yo considero que es aplicable en la mayoría de los casos. Por ello, lo habitual es intentar, siempre que sea posible, un intento amistoso. Para planificar cómo afrontar la negociación me beneficio de la amistad con varios profesores de la facultad de Psicología, uno de los cuales viene investigando sobre técnicas y otras cuestiones relativas a la negociación en diferentes campos, y que me facilitó hace ya tiempo alguno de sus trabajos.

En toda negociación es importante conocer cuáles son los puntos fuertes y débiles de cada parte, con qué ventajas cuenta cada uno, qué información se puede ofrecer, etc. Pero existe un elemento clave que habitualmente no se tiene en cuenta y cuyo correcto enfoque permite lograr un porcentaje de éxitos notable: delimitar correctamente los temas más relevantes para cada parte, con especial atención a los que puedan ser comunes, aquéllos sobre los que pueda haber una confluencia de intereses; y, a partir de ellos, determinar qué podemos ofrecer al contrario para que su posición final con el acuerdo sea más ventajosa que sin él, obteniendo nosotros gracias a ello ventajas en otros aspectos que hagan el pacto también favorable para nuestra parte. No se trata, por lo tanto, de plantear la negociación como un combate en que sólo puedes ganar o perder, en el que buscas necesariamente derrotar al contrario, sino como un medio en el que, mediante un diálogo constructivo, se puedan alcanzar resultados viables y buenos para las dos partes.

Estas premisas me han fallado últimamente en varios casos, que voy a resumir. Uno de ellos es el ya expuesto en la anterior entrada del blog, pero que ahora conviene ampliar. La entidad financiera, que había presentado una demanda de ejecución de títulos no judiciales contra la prestataria que no pudo pagar varias mensualidades de su préstamo hipotecario, no acepta que ésta proceda a vender el piso en una cantidad equivalente a la cantidad prestada (teniendo en cuenta que además había pagado ya algunas mensualidades) y prefiere seguir adelante con la ejecución. Pone como condición para aceptar el trato que pague no sólo lo reclamado en este procedimiento, sino también las costas (actuamos por designación de oficio, con beneficio de justicia gratuita concedido) y que liquide otro préstamo personal, objeto de otra demanda, algo absurdo porque es más de lo que ganarían con una sentencia absolutamente favorable, nos sería más barato allanarnos a la demanda. La señora es insolvente y la entidad demandante no tiene posibilidad de obtener ninguna cantidad adicional a la que se le ofrece (recuérdese que es una mujer sola inmigrante que trabaja limpiando casas). Además, al no aceptar el acuerdo, incluso en el caso de que gane el pleito (cuando le hacemos la oferta, una vez que hemos encontrado comprador, ya habíamos presentado un escrito solicitando la nulidad del procedimiento), va a incurrir en más gastos: hay que pedir certificado al Registro de la Propiedad, peritar la vivienda, publicar los anuncios de la subasta, su abogado y procurador devengarán más honorarios por los trámites hasta lograr la ejecución. En la subasta no es probable que se presente nadie a mejorar el precio que se consiguió en el mercado libre, con lo que seguramente se acabe adjudicando el piso la propia entidad, que tendrá que comercializarlo después. Todo eso le va a llevar años -repito, en el caso de que gane el pleito-, mientras que le estamos ofreciendo un acuerdo por el mejor precio posible para la vivienda ahora mismo y sin gastos. Y sin que corra el riesgo de perder el pleito, que conllevaría que tiene que pagarnos costas. Con este pacto, creo que la entidad gana y también gana nuestra cliente: ésta va a perder el piso de todas formas, y con el acuerdo se libera de seguir debiendo a la entidad lo que se acumule por intereses y demás gastos (insisto, deuda que no pagará de todas formas, pero tampoco le permitirá tener nada a su nombre en el caso de que mejorase su fortuna, por alguna circunstancia ahora imprevisible). Quien representó a la entidad a la negociación era consciente de todo esto, lo hablamos expresamente. Y aún así prefirió no cerrar el acuerdo. Con lo cual, la prestataria demandada va a estar viviendo en el piso hasta que termine el procedimiento judicial (con la suerte de que se tramita en un Juzgado muy atascado) y se ejecute el embargo sin pagar nada, ni alquiler ni mensualidades de la hipoteca.

Otro caso fue el de una demanda por un préstamo personal de esos que se conceden con todas las facilidades pero tienen unos intereses exorbitantes. En la demanda se reclama la devolución del principal con los intereses que devengaría el préstamo a lo largo de toda su duración normal, más los intereses que sean legalmente procedentes (dicho así, son los intereses legales, los que publica la Ley de Presupuestos Generales del Estado cada año). Obviamente, los demandados están en una situación económica lamentable, por eso acudieron a una entidad de este tipo (mejor dicho, acudieron a muchas). Se intenta la negociación pero nos encontramos nuevamente con una contraoferta irracional: nos exige no sólo el pago de lo reclamado, sino también los intereses moratorios (a un tipo de cerca del 30%) y las costas por la tramitación del procedimiento completo -en una negociación de este tipo, no tiene sentido que se reclamen las costas-, cuando todavía estábamos en plazo para contestar la demanda; es decir, nuevamente nos resultaría más barato allanarnos a la demanda que aceptar los términos del acuerdo extrajudicial. Con el agravante de que la financiera ya había visto varias demandas desestimadas por ser sus préstamos usurarios. Así que nos oponemos a la demanda y efectivamente se declara el préstamo usurario, y sólo hay que devolver el capital prestado (descontando el importe total de las mensualidades ya abonadas).

Otro caso absurdo, ya de otro orden, se refiere a un contrato de internet móvil. El distribuidor, de una gran superficie, explica las tarifas que ofrece la compañía objeto de promoción; se elige una que incluye una cantidad global mensual más otra diaria, pero únicamente por cada día que haya conexión efectiva. Se firma el contrato (en el que sólo hay una referencia genérica a la tarifa, pero no se describe ésta) y, tras una serie de gestiones, se obtiene el acceso a internet. Acceso que se usa intensamente, probablemente descargando películas, música, qué sé yo. A los diez días llaman al cliente desde el servicio de facturación porque observan unos cargos anormales: al cerrar la facturación del mes, cuando sólo se llevaban seis días de contrato en vigor, la facturación asciende a más de 6.000 euros. Resulta que las cantidades arriba indicadas tenían un límite en cuanto a la navegación diaria, si se sobrepasaba existían otras cantidades adicionales que nunca se explicaron al cliente ni figuran en el contrato firmado. El cliente deja de utilizar internet y solicita la cancelación. Al cabo del mes, llega la factura por los días restantes de uso, más de 3.000 euros. Y después llegó también la factura por la cancelación anticipada del contrato, sin respetar el mínimo establecido. Total, unos 10.000 euros. El cliente da orden en su banco de devolver los recibos, con lo que empieza a recibir cartas reclamando el pago, advirtiendo de acciones legales y de incluirle en registros de morosos. Contestamos exponiendo que la facturación no es correcta porque nunca se aceptó la tarifa que pretenden aplicar, lo único de lo que se informó al contratar era de la tarifa mensual y la diaria por día con conexión, nunca se habló de cantidades adicionales por navegación o descargas. La compañía sostiene que el cliente debía haber comprobado la tarifa por internet ¡¡!! y si no lo hizo es problema suyo ¡¡!! Y, además, nos pide que le enviemos copia del contrato para comprobar qué se decía sobre la tarifa, lo que quiere decir ¡que no disponen del contrato original! Con todo esto, insistimos en la negativa al pago de lo que exigen y ofrecemos abonar las cantidades debidas conforme a lo explicado cuando se contrató. La compañía responde incorporando al cliente a un registro de morosos. Hemos denunciado a la compañía a la Agencia de Protección de Datos (no se puede incorporar a nadie a un registro de este tipo cuando la deuda es discutida), que si no cambia de criterio sobre el mantenido hasta el presente le impondrá una sanción de un mínimo de 60.000 euros. Y la compañía no parece que tenga muchas posibilidades de demandar porque no tiene ni siquiera el contrato; y si lo encuentra, tampoco lo tendrá porque en él no se detalla la tarifa. Su esperanza es que el cliente acabe pagando por aburrimiento o miedo, porque le van a seguir mandando cartas amenazando con acciones legales cada quince días. Pero el cliente está bien informado y aleccionado, así que la compañía se queda sin cobrar y con la perspectiva de que le impongan una multa de al menos 60.000 euros.

Ante estas actuaciones, debemos preguntarnos: ¿por qué estas compañías se niegan a cerrar acuerdos razonables, seguramente en los términos más favorables dada la posición en que se encuentran, y prefieren seguir adelante con unos planteamientos inamovibles que les llevan a resultados adversos?

LeopardoTras darle muchas vueltas (y tras digerir ciertos comentarios que me hizo un empleado de una de las compañías en cuestión) creo que la razón se encuentra en que estas grandes entidades no se plantean los casos individuales. Tienen unas pautas de actuación que se aplican siempre igual y no se desvían de ellas ni siquiera para adaptarse a las circunstancias de los casos en que se encuentran con una respuesta diferente a la esperada. La deshumanización de las grandes compañías, la desatención al cliente como persona, como individuo que merezca una mínima consideración, llega al extremo de que no es posible tratar individualmente los casos o necesidades particulares.

Y además esas pautas de actuación son absolutamente abusivas, podríamos decir incluso que son depredadoras hacia sus clientes. No buscan obtener un beneficio normal, razonable, por cada operación, sino que buscan cualquier posibilidad para saltar a la yugular del cliente en cuanto éste comete un error: no pudo pagar un par de mensualidades, tuvo un consumo más elevado de lo normal... ¡a por él! De tal forma que la empresa gana más cuando el cliente incumple con lo previsto en el modelo general del contrato que cuando lo ejecuta con toda normalidad. El lucro para una entidad financiera que presta dinero es, normalmente, el interés ordinario del crédito; para la empresa de comunicaciones, la tarifa de la que se informa al cliente. Pero si el prestatario no puede pagar alguna mensualidad, le van a reclamar que devuelva todo el dinero prestado de inmediato y además con unos intereses muchísimo más elevados; al cliente que tiene un consumo de comunicaciones más elevado de lo normal, le aplican unas tarifas que le habían ocultado. Y no importa que ahora sea insolvente: el deudor responde con todo su patrimonio presente y futuro, así que la compañía puede esperar a que tenga ingresos, a que acabe de pagar otras deudas...; mientras tanto, se siguen acumulando intereses.

Y parece que no les interesa modificar esas pautas en el caso de que un abogado intente negociar porque saben, por estudios estadísticos, que los clientes que finalmente se defienden de sus demandas son un porcentaje ínfimo. Incluso en el caso de que haya un contacto extrajudicial por parte de un abogado, saben que en la mayor parte de los casos su actuación no irá más allá. Saben que la gente tiene miedo de pleitear con las grandes compañías, por el coste que puede tener, por las molestias y el tiempo que les lleve y, sobre todo, porque muchos creen que tienen mucho poder y los jueces les van a hacer caso siempre, que no se puede ir a juicio contra estas entidades que tienen todo el dinero (esto no es algo que yo haya elucubrado por mí mismo, es algo que me han dicho ya muchos clientes). Así que, aunque en la mayoría de los casos en que los clientes se defiendan éstos puedan obtener una sentencia favorable, les interesa jugársela, porque son una ínfima minoría los que efectivamente se defienden; aunque pierdan un puñado de pleitos, ganan muchísimos más. Y es mucho lo que ganan en cada uno de éstos.

Moraleja: que para acabar con estos abusos es preciso defenderse, para que cambien las estadísticas. Y perder el miedo a los grandes poderes económicos, que no tienen por qué ser grandes también en los juzgados.
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