No sabría decir cuántas portadas han anunciado estos años algún imparable ascenso del Frente Nacional. Será por eso que doy poco crédito a los que ahora vaticinan la llegada de Marine Le Pen al Elíseo en 2017. A mí me parece muy improbable, aunque tampoco tengo la bola de cristal. Nadie la tiene, si a eso vamos. Pero antes que nada están los datos. Esta era la primera vuelta de unas elecciones regionales. En la segunda, el FN tiene posibilidades de ganar en cuatro de las doce regiones, trece con Córcega, que hay en el mapa administrativo francés desde su reciente reducción. Las regiones francesas no tienen gran poder competencial.
Es cierto que el partido de la hija de Le Pen, remozado por ella al punto de que expulsó a su padre por su insistencia en negar el Holocausto, está en una tendencia ascendente desde las europeas de 2014. Logró su máximo antes, en las presidenciales de 2012, cuando obtuvo en la primera vuelta 6,4 millones de votos. Un mes después, en las legislativas bajó prácticamente a la mitad y al cabo de dos años, en las municipales, sólo consiguió millón y pico de sufragios. De hecho únicamente tiene las alcaldías de once de los más de treinta y cinco mil ayuntamientos franceses.
La conclusión provisional de todo ello es que hasta ahora al Frente Nacional se le ha votado más en elecciones que no tienen gran trascendencia, como las europeas y estas regionales, o en la primera vuelta de las presidenciales, como sucedió hace tres años, en que no pasó a la segunda. Es un voto de protesta, un voto en contra más que un voto a favor: no se apuesta por el FN porque se piense que gestionará mejor el país o el ayuntamiento, sino porque es la papeleta "útil", como decía un editorial de Le Figaro, para expresar enfado y descontento de la manera más ruidosa. Se lanza un mensaje de "asústense y tomen nota". Y, en efecto, los partidos tradicionales se asustan… y poco más.
Hablando de miedo: es tentador relacionar los buenos resultados de Le Pen en esta convocatoria con la masacre perpetrada por yihadistas en París el 13 de noviembre. A esta vinculación hay que ponerle dos peros. La respuesta del presidente Hollande y del gobierno de Valls a los atentados tuvo una amplísima aprobación, a tenor de las encuestas. Y en la capital, el lugar lógicamente más traumatizado por la matanza, el FN tuvo pocos votos.
Hay otro factor a matizar. Antes de achacar la buena performance electoral del FN en exclusiva a la crisis económica, conviene acordarse de que el minuto de oro del partido fue en 2002, en las presidenciales, cuando Le Pen padre pasó a la segunda vuelta contra Chirac. Perdió con el 17,79 por ciento de los votos, frente al 82,21 del candidato de la derecha republicana. Los problemas que están en la base del ascenso del FN no son nuevos, por tanto. Sí, la crisis ha añadido otros. Mucho voto a los candidatos lepenistas en esta convocatoria ha venido de jóvenes, y de las regiones con más desempleo.
Hay en Francia una antigua tradición nacionalista que quizá sirve de caldo de cultivo para un partido con un discurso fuertemente identitario como es el de Le Pen. Para un partido, en fin, que explota la nostalgia por una Francia de ayer, por un viejo orden imaginario en el que un Estado fuerte ofrecía protección y seguridad. Y esta llamada a un repliegue nacionalista y a un Estado fuerte no es sólo peculiaridad del Frente Nacional. El populismo que ha crecido en Europa comparte esa quimera, ya esté más a la izquierda o a la derecha, se apellide nacionalista o no. Alternan los trajes de lobo y de cordero, pero aquello que los identifica con más nitidez es su voluntad de castigar.
Se trate del Frente Nacional, de Syriza, de Podemos o de los Verdaderos Finlandeses, todos se distinguen por la fiereza con que señalan unos culpables (la Unión Europea, Alemania, la casta, los inmigrantes…) y prometen meterlos en vereda. En sus primeras declaraciones después de los comicios, Marine Le Pen dijo que esta victoria de su partido era "la revuelta del pueblo contra las élites". Pongamos "la troika" y tendremos a Tsipras, pongamos “la casta” y tendremos a Iglesias Turrión. Y sí, las elites han errado. Pero de ese festival de demagogia que es el populismo no saldrá ninguna solución.